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No, joder, ni siquiera eso. Él no había matado al chupasangre aunque lo había intentado. Llegó hasta la puerta de su despacho, intentó entrar, pero estaba cerrada. Golpeó la puerta repetidas veces, incluso le gritó, pero Vlad Petrescu no abría. Y ahí se quedó la cosa y se marchó a casa.
Bueno, no lo había matado él, pero todo el mundo pensaba que sí, y eso era suficiente. Había tantas pruebas en su contra que hasta él empezaba a creerse que era un asesino frío y calculador. A base de repetirlo una y otra vez, empezaba a ser cierto. Y años después, en la cárcel, lo creería a pies juntillas. Pero en el fondo, muy en el fondo, una parte de su ser nunca olvidó que él no había matado a Vladimir Petrescu. Pero nadie debía enterarse. Porque ahora, por fin, él era alguien importante y había gente que le temía y respetaba. Un periodista ya le había pedido audiencia para escribir un libro sobre él. Recordaba ahora a su madre decirle tantas y tantas veces aquello de "lo importante es participar" o "el tamaño no importa". Pues ya ves, mamá, a pesar de su tamaño, era un triunfador. Recluso, pero importante.