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el misterio de la oficina caoba

El misterio de la oficina caoba

Capítulo 03

La oficina caoba

Tras aporrear el botón 33 del ascensor porque parecía que no quería funcionar, llegaron a la planta correspondiente y entraron en las oficinas de la Seguros Peninsular. Para gozo y placer del capitán Esparza, el verdadero escenario del crimen sí estaba precintado con sello policial, con lo que no tuvo excusa para amedrentar a nadie por supuesta negligencia. Alguien más caerá hoy, pensó, pues Esparza era de los que piensan que todos los días, a todas horas, siempre hay alguien que la caga en algo. Que lo hiciesen en su territorio le cabreaba muchísimo y él tenía la santa vocación (o santa responsabilidad) de aleccionar a quien correspondiese por su incompetencia. Al entrar, se colocó sus guantes de látex, puso sus brazos en jarras y empezó a observar con detenimiento la estancia. Lo primero que observó fue que todas las paredes estaban revestidas de madera a juego con los muebles, que eran de estilo clásico en contraposición al corte modernista y minimalista (minimalista en diseño, pero no en pasta gansa) que gobernaba el resto de las oficinas de la Seguros Peninsular. Se acercó a las paredes y las observó minuciosamente.

—Caoba —susurró.

—Sí, todo el mobiliario y el revestimiento de las paredes es madera de caoba —corroboró desde atrás la voz de Ramón Ramírez, gerente de la Peninsular—. Por cierto, ¿huele a ajo?

cap.03. La oficina caoba

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—Sospechoso —acusó Esparza ignorando la observación anterior—. ¿Sabe que la madera de caoba es propensa a ser importada y exportada ilegalmente?

El agente Braulio entendió por dónde iban los tiros. El gerente de la Peninsular era sospechoso y además no le caía muy bien. Tenía el perfil del típico empresario explotador. ¿Un ajuste de cuentas con el vampiro? Lo tendría bien vigilado.

—Eh... No, no lo sabía —dijo apurado el gerente de la Peninsular—. Se decoró así a gusto de Vladimir Petrescu.

—La víctima.

—Sí, exacto, es el nombre de nuestro empleado que... Se precipitó al vacío.

—Que asesinaron, querrá usted decir —corrigió Esparza.

—¿Está usted seguro de eso? —preguntó el señor Ramírez visiblemente preocupado. El último botón de la camisa le apretaba cada vez más.

—Segurísimo. Llevo muchos casos a mis espaldas y, créame, todos fueron asesinatos.

Ante aquella prueba irrefutable, Ramón Ramírez objetó dubitativo:

—Pero la habitación estaba cerrada por dentro.

—Ya veo. El típico caso del cuarto cerrado.

—¿Típico?

—Sí, en muchas películas y libros se ha usado este truco. Sin duda el asesino es alguien versado en el tema. Lo cual significa que es un lector de novela negra y ávido consumidor de cine negro. —Ante esta deducción lógica Braulio empezó a pensar en la cantidad de personas de raza negra que habría en el país—. Se produce un crimen en un cuarto cerrado por el que el asesino no podría haber entrado ni salido. El asesino se cree impune porque ha cometido el crimen perfecto, pero acaba pillado, por supuesto. Asimov, Arthur Conan Doyle, Gaston Leroux... Ya sabe.

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Ramón Ramírez, afirmó rotundamente:

—Sí, claro, claro, me suenan los nombres de todos esos criminales.

El agente Braulio frunció el entrecejo. Creyó haberlo entendido diferente la primera vez que lo había oído.

—No eran asesinos, sino escritores —le corrigió J. Esparza. Mentecato inculto, agregó en pensamientos. El agente Braulio lo apuntó bien para la próxima vez, por si alguien le preguntaba por cuartos cerrados, pues sonaba muy cultureta: Asimov escritor de Conan el bárbaro gastón y alguno más que ya no recordaba bien—. Si esto fuera una novela policíaca y no la vida real —agregó Esparza con una risita—, se titularía El misterio de la oficina caoba.

—Muy apropiado, sin duda alguna —convino el gerente de la Peninsular casi aplaudiendo la ocurrencia—. ¿Necesita algo más de mí?

—Sí, no se vaya. Quiero hacerle un par de preguntas. Agente Braulio, apunte bien.

El agente Braulio desenfundó su arma reglamentaria, apuntó al gerente y dijo:

—Tranquilo, jefe. Éste no se me escapa.

—¡Baje el arma! Quise decir que anote bien la conversación en esa libreta suya. —El agente Braulio hizo lo propio, ruborizado por la confusión.

—¡Jesús, María y José! —exclamó Ramón Ramírez con una mano en el pecho para evitar que el corazón le saltase fuera de su cuerpo, demostrando que no le apuntaba todos los días un semiorco de metro noventa con un pistolón cargado. Como dirían la mayoría de escritores, un sudor frío le perlaba la frente o, como diría Javier Negrete, su frente estaba cuajada de gotas de sudor. En definitiva, y en términos más vulgares (y posiblemente más literales), el pobre gerente se había cagado en los pantalones.

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—Vamos, no exagere —le quiso calmar Esparza—. El agente Braulio jamás le dispararía.

Pero R. Ramírez no estaba tan convencido de eso y, a decir verdad, el propio Braulio tampoco. Cuando Esparza se aseguró de que el corazón de R. Ramírez había bajado de las ciento cuarenta pulsaciones por minuto, empezó con la batería de preguntas.

—¿Cuánto tiempo llevaba la víctima trabajando para usted?

—Nueve semanas y media.

El agente Braulio no sabía por qué, pero de pronto le vino a la mente una rubia desnuda con los ojos vendados y un cubito de hielo. También algo de fruta. ¿Estaría tan salido como afirmaba el capitán Esparza? Se acordó que tenía hambre. Daría su placa por una caja de donuts, su dieta preferida y la de muchos policías locales. Era una costumbre genuinamente estadounidense, pero como venía siendo habitual durante décadas, había sanos vicios culturales que copiábamos con algunos años de retraso del país de las barras y las estrellas, tales como la comida rápida, los reality shows, el puritanismo, invadir países en nombre de la libertad o el clásico café con donuts de la policía local.

—¿Sabía que era un vampiro?

—Oh, sí. Le contraté precisamente por eso y él no lo disimulaba en absoluto. Verá, los vampiros son buenos en este tipo de trabajos y el señor Petrescu tenía un alto grado de vampirismo. Un 92,7% para ser exactos.

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—Sorprendente cifra. ¿Cómo sabe usted eso con tanta exactitud?

—Venía en su currículum. Y para asegurarme le pedí un informe médico que lo corroborase.

—Uhm, esos informes de ADN que contrastan las variaciones de raza con esa precisión son muy caros. Los genes de un afroamericano zombie a menudo se confunden con los de un medio lobo valenciano con ascendientes mandarines. ¿Lo sabía?

—Sabía que era caro y complejo, pero no hasta ese punto.

—Pues ya ve, así de chunga está la cosa.

—¿Y cómo se distingue entonces un afroamericano zombie de un medio lobo valenciano con ascendientes mandarines?

El agente Braulio estuvo a punto de preguntar lo mismo.

—Le preguntamos si prefiere el Thriller de Michael Jackson o el Exta-sí, exta-no de Chimo Bayo. Y créame, nunca falla.

—Muy ingenioso —agregó un poco contrariado R. Ramírez, no teniendo muy claro si le estaban tomando el pelo. Por si acaso, sonrió con falsa complicidad.

—Volviendo a nuestro caso, diríase que la víctima tenía un porcentaje inusual de vampirismo.

—Sí, por eso le pedí un certificado médico. Soy desconfiado por naturaleza.

—Sí, yo también. Por eso quiero ese certificado médico en mi despacho cuanto antes.

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—No se preocupe por eso, se lo haré mandar.

—¿Realizaba bien su trabajo?

—Oh, ya lo creo. Las ventas subieron desde su contratación. Era el Administrador Jefe. Mi mano derecha.

—¿Sabe si tenía enemigos? ¿Alguien que tuviera motivos para matarle?

—Por supuesto. Cualquiera de mis empleados.

Braulio apuntó:

El jefe quiere desviar la atención hacia sus empleados.

Sin duda él es el asesino.

—Explíquese, hágame el favor.

—Cualquiera de mis empleados llevaba años queriendo ascender y ocupar ese puesto. El sueldo de cincuenta mil netos mensuales más comisiones es público. Lo hacemos así para incentivar a los empleados y aumentar su competitividad. Si no, a la mínima la gente se relaja, ¿sabe? Hay que ir estimulando al personal.

Braulio siguió apuntando:

Todos los empleados tenían motivos para matarle.

Quizás le mataron entre todos y el gerente sea inocente.

—Entiendo —dijo Joe Esparza, aunque en realidad no entendía cómo la economía mundial podía subsistir si todo el dinero del universo se usaba para pagar los sueldos de los altos cargos de La Buitrera (a excepción del recepcionista que era un cargo bastante bajito, no de sueldo, se entiende). Si el resto de capital se tenía que dividir entre los demás currantes del mundo quedaban sueldos como el suyo, vamos. Eso lo explicaba todo. Como perdió la cuenta, tragó saliva una vez más y pensó por enésima vez que se había equivocado de trabajo.

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Al agente Braulio, que no le gustó demasiado cómo trataba el gerente a sus empleados, soltó un gruñido y acarició la empuñadura de su arma reglamentaria, pero se contuvo.

—¿Y qué me dice de la competencia? —preguntó Esparza—. Si el negocio de la Peninsular mejoró notablemente, las otras aseguradoras estarían cabreadas.

—Sí, es posible —afirmó con extraña y gozosa perversión—. Ahora que lo dice, la Seguros Mediterranean, en la planta 25. Solemos tener roces, pero nunca imaginé que pudieran llegar al asesinato.

—¿Qué tipo de roces? —quiso saber.

—Oh, ya sabe, miraditas en el ascensor y cosas así.

—No me diga más —concluyó Esparza—. Sé lo odiosas que pueden ser esas miraditas. Le haremos una visita a La Mediterranean en terminar aquí. Seguro que nos cuentan cosas interesantes.

—¿Me he perdido algo? —asomó la voz de Telgarien Ojo de Halcón por el dintel de la puerta—. He acabado abajo. No había nada extraño ni fuera de lo común, aparte del cuerpo aplastado y una abuelita bicentenaria que podríamos fichar para resolver crímenes o descifrar los jeroglíficos de la tumba de Tutmosis III.

—Entre, Teniente —le invitó Esparza—. Únase a la fiesta.

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—Caoba —dijo el medio elfo fascinado al observar, oler, y oír el microscópico crujir de la estancia que para él parecía respirar y moverse como si toda ella estuviese viva—. Resiste bien a la humedad y al ataque de las termitas y la carcoma.

—Sí, eso mismo habíamos estado comentando —le cortó rápidamente el capitán Esparza. Cuando el medio elfo se ponía a hablar de árboles, naturaleza, ecología, jardinería o derivados podía estarse horas comiéndote la olla y Esparza quería dormir en casa esa noche—. Sigamos con el resto de la habitación. Vaya haciendo fotos.

—Vaya, un par de vasos sobre el escritorio caoba —observó Telgarien—. Al parecer...

—Al parecer estaba acompañado —se adelantó Esparza y se regodeó—. En una habitación cerrada por dentro, qué cosas. Lo cual refuerza mi teoría del asesinato. Veamos qué bebieron.

Telgarien se aproximó a la mesa, ambos vasos estaban vacíos, pero había restos evidentes.

—Uno con sangre y el otro con whisky —afirmó. Y acercando su experta nariz a uno de ellos, especificó—: Bourbon.

—Vaya, vaya. Así que nuestro asesino bebe Bourbon —apuntó el capitán mientras recogía ambos vasos y los metía en bolsitas de plástico—. Seguro que las huellas de estos vasos nos dirán cosas interesantes.

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—Veamos qué hay en el mueble bar —Telgarien se acercó cuidadosamente a la puerta del mismo, y antes de tocarla añadió—: Tiene una cámara refrigerada.

—Sí, es el último grito en muebles bar. Tienen la nevera integrada y también congelador para los cubitos —aclaró el gerente de la Peninsular, intuyendo que la predicción del teniente del CSIC se debía a que tenía suficientes genes élficos como para detectar variaciones de temperatura en el ambiente.

—Algo muy apropiado para mantener a baja temperatura la bebida preferida del anfitrión, ¿verdad, Teniente ? —añadió Esparza.

—Voilà. Sangre. Y humana —verificó Telgarien al abrir la puerta del compartimento refrigerado. Dentro había dispuestas varias botellas de un litro, perfectamente etiquetadas—. Ocho litros de O-negativo, y uno de O-positivo, todos Hemoglobina Gran Reserva.

—Menudo sibarita está hecho nuestro chupasangre. Esas botellas son caras.

—Podía pagárselas sobradamente —aclaró el gerente de la aseguradora. Aclaración que no le gustó mucho al capitán del CSIC.

El medio elfo leyó el detalle de las etiquetas.

—Origen: Banco de Sangre La Marsellesa.

—Bien, comprobaremos que el suministro era legal. Nunca me fié de los gabachos.

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El padre de Telgarien era descendiente directo Apache y su madre era una elfa francesa. También Nicole, su última novia era francesa. Y Esparza sabía todo esto. A a pesar de ello, el medio elfo obvió el comentario y continuó observando:

—Hay una botella de Bourbon en el otro compartimento. También otra de Bombay Saphir.

—Claro, hay que contentar los gustos de todos los clientes —observó Esparza mientras revisaba la superficie de los muebles adyacentes con una lámpara de luz ultravioleta que había sacado del maletín cuadrado del medio elfo.

Desde atrás, se escuchó el vozarrón del medio orco Braulio, que llevaba demasiado tiempo sin decir nada.

—¿Sólo los gustos de los clientes? ¿Acaso él no bebía alcohol?

Esparza sonrió e hizo un ademán para que fuera el propio gerente de la Peninsular quien corroborara lo que él ya sabía.

—No, que yo sepa no bebía alcohol. Ni tampoco comía nada. Sólo sangre.

Esparza mantuvo su sonrisa e hizo otro ademán para que el medio elfo explicara el porqué.

—El metabolismo de un vampiro no asimila bien otros alimentos o sustancias que no sean sangre. Incluso suelen tener reacciones alérgicas a alimentos que no contengan hemoglobina, sobre todo al ajo. Si se tiene un porcentaje pequeño de vampirismo, uno puede comer y beber lo que desee, pero a medida que la pureza genética de vampirismo aumenta, la dieta del sujeto tiende a ser de carne cruda y sangre, para pasar a ser exclusivamente de sangre en casos extremos, como parece ser el caso que nos atañe.

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Esparza se volvió a Braulio y le hizo un gesto de ¿satisfecho? Braulio entendió que tendría que memorizar ese tipo de cosas si quería algún día entrar en el prestigioso cuerpo del CSIC, así que lo apuntó convenientemente en su libreta de notas. Por otra parte, a él no le gustaría nada tener genes vampíricos, porque por mucho que en los supermercados hubieran croquetas y donuts sangrientos, intuyó que no sería lo mismo que las típicas con queso fundente y los sabrosos de dulce chocolate.

—¿Ya no haces más fotos? —le preguntó Esparza al teniente medio elfo, al notar que sólo había hecho diez (había contado los clics y los flashes) y se había guardado la cámara disimuladamente.

—Creo que ya hay suficientes —observó el medio elfo.

—¿Suficientes? Mire, Teniente, su trabajo es sacar fotos y quiero que haga fotos hasta que se termine la tarjeta de memoria.

—Verá, es que... Ya se ha terminado. No caben más fotos.

—¿Qué?

—Sí, es que... Como sabrá ayer mismo terminé mis mini vacaciones de tres días. —La empresa todavía le debía mes y medio de vacaciones, en realidad—. Estuve en París con mi novia e hice unas cuantas fotos. Y se me olvidó vaciar la tarjeta. Ya sabe, llegamos anoche a las cuatro de la madrugada y no hemos tenido tiempo ni de deshacer la maleta.

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—¡Será posible! ¡Usando el material del laboratorio para beneficio particular! ¡Habrase visto! ¡Traiga aquí esa cámara, a ver! —y si el medio elfo pensó que tras ver las fotos de los monumentos parisinos (incluida su despampanante novia Nicole) el capitán Esparza se calmaría, estaba tremendamente equivocado—: ¡Se ha hecho usted quinientas fotos con su nuevo ligue! ¡A diez megapíxeles por foto! ¿Es que va a usarlas para cubrir fachadas de edificios?

—Sí, es que, verá, capitán... En realidad la tarjeta es mía y la cámara también. Hace dos años se estropeó la cámara del CSIC, no sé si se acordará de aquello.

Claro que se acordaba. Cada poco tiempo alguien sacaba el tema, pasaba como con la muerte de Lady Di, las vacaciones de la realeza en Mallorca, la subida de la factura de la luz o las huelgas en los aeropuertos. En el caso de la cámara de fotos no podía ser menos. En realidad sucedió así:
Joe Esparza, una noche de morros con la parienta que lo manda a dormir la mona al sofá, para variar, y él se pilla un cabreo de mil pares de narices, la botella de Jack Daniel's y la cámara oficial del CSIC, y con todo se va a una sala de striptease. Más salido que la napia de Ketama y más ciego que un árbitro pitando al Barça o al Madrid, se pone a sacar fotos para el recuerdo de las profesionales del baile y la lujuria. Cuando amablemente van los dos seguratas a sacarlo a la calle, al tío no se le ocurre otra cosa que soltarle una patada en los huevos a uno de ellos y romperle la botella de Jack (ya vacía) en la cara del otro, haciendo gala de su entrenamiento marcial y su mala uva como ex legionario en Melilla. Huyendo vilmente del lugar, ya en la puerta, un tercero, menos cachas que aquellos, intentando retenerle consigue hacerse con la cámara mientras Joe escapa por piernas. Y le saca una foto con claras ganas de denunciarlo a la policía.
Pero J. Esparza, bebido como va, es primero agente del CSIC antes que maleante y eso significa que es capaz, incluso en ese estado, de darse cuenta de cuando deja atrás pruebas que le incriminan en actos poco civilizados, amén de que las explicaciones al CSIC al respecto de la desaparición del material del laboratorio iban a ser ciertamente embarazosas. Así que se queda con la cara del tipo que le ha mangado la cámara y espera a que éste acabe su jornada y se vaya a casa.
Son las cinco de la madrugada y de la sala de striptease sale el individuo con aquello que quiere recuperar el capitán del CSIC entre manos, o séase, la cámara con fotos de cuerpos desnudos, humo, desfase, y sus huellas y epiteliales impregnándola. Le sigue hasta un callejón cercano donde tiene aparcado un flamante Porsche Carrera negro y tal vez eso sea el detonante. Esparza recoge del suelo un ladrillo de una finca que jamás pudo acabarse, víctima del catacrack inmobiliario, y se lo tira sin piedad alguna, diríase más bien con mala hostia. Apuntó a la cabeza, pero la mala suerte hace que impacte en la cámara, que sale despedida de las manos ensangrentadas del fulano quien está a punto de coger algo de su bolsillo izquierdo, pero tras ver a Esparza armado con otro ladrillo parece reflexionar y hace algo mucho más cabal y sensato: mete la mano en el otro bolsillo, saca el llavero del Porsche y sale de allí quemando rueda.
Esparza llega a casa, cámara en mano hecha trizas. La limpia de huellas con un trapo. Como no puede borrar las fotos decide tragarse la tarjeta de memoria. Como no tiene excusa para el estado de la cámara, se fabrica una: Fuerza su propia puerta, busca un vagabundo durmiendo, lo encuentra, le roba los zapatos, se los pone él y traza un recorrido perfecto desde su casa hasta el lecho del vagabundo. Le endosa la cámara y llama a los del CSIC porque dice haber oído a alguien entrar en su casa y que le ha desaparecido la cámara. Todo sale perfecto. Al indigente, que para postres era medio licántropo y estaba saltándose el toque de queda en luna creciente, le cae el muerto antes incluso de despertarse.

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—Claro que me acuerdo de aquello —dice Esparza—. Sigue siendo un misterio saber qué hizo de la tarjeta de memoria el peludo aquél. El callejón estaba limpio y tampoco encontramos nada en sus análisis fecales de una semana.

—Lo realmente misterioso —observó Telgarien— fue cómo rompió la cámara, pues las astillas de ladrillo del nueve incrustadas en el chasis de la cámara sugerían un fuerte ladrillazo. Y no había ninguno dónde lo encontramos. El tipo de ladrillo, composición y su granulado venían de una empresa cerámica que abasteció de esos mismos ladrillos casualmente la construcción del piso que iba a comprarme hace años, pero que pararon la obra. Cerca de esa finca inacabada hay una sala de striptease, y suele haber camorra semana sí, semana no. Recuerdo que sugerí investigar aquello, pero usted cerró el caso, pues ni tenía lógica, por la distancia hasta su casa, ni valía la pena.

—Eso es, el vagabundo ese no tuvo tiempo de ir hasta allá y volver. Un hipotético escenario muy alejado del allanamiento de mi casa. Ir a preguntar a una sala de striptease... Desde luego, se le ocurre cada cosa, Teniente... En fin, a lo que estamos. Usted ha estado usando el material del laboratorio para sus fines personales.

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—Pues eso le estaba diciendo. Tras el robo y rotura de la cámara solicité material nuevo y se me dijo que el presupuesto no daba para más. Así que, para no hacer las fotos de los escenarios del crimen con el móvil como se me aconsejó, decidí traer mi cámara particular que tiene más resolución. Es mi cámara la que hemos estado usando desde entonces para las investigaciones.

(Nota del autor en 2023: esto se escribió hace mucho mucho tiempo, en una galaxia muy lejana, en la que hacer una foto en el teléfono móvil era sinónimo de hacer una foto de mierda, a no ser que te dejaras el jornal de varios meses pagando un iPhone para poder mirar a los demás por encima del hombro y luego cenar a base de bocadillos de atún. Así que sí, usar un teléfono particular para hacer fotos forenses no era la mejor de las ideas que había tenido Esparza en su vida.)

—¿Su cámara? Menuda desfachatez. ¿Tiene usted el certificado de compra de esa cámara, el ticket, la garantía y la caja original?

—Todo eso creo que no.

—Entonces esa cámara es del CSIC, yo puedo testificar que hace dos años que se la veo a usted entre manos en el trabajo. Y en manos de otros también la he visto. Seguro que hallamos epiteliales de medio departamento en ella si la procesamos. ¿Quiere apostar? Así que haga el puñetero favor de borrar todas esas fotos de París y de su ligue de fin de semana y haga fotos de todas las motas de polvo de esta oficina. ¿Me ha entendido, o quiere sumarse a la cola del paro por llevarse a sus vacaciones material del CSIC?

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—Entendido, entendido... —accedió rápido al borrado foto por foto.

—Y que no me entere yo que vuelve a llevarse a casa material de la oficina o le caerá un paquete de cojones. ¿Me ha entendido bien?

Todavía con el cabreo en la sangre (porque como veis era para mosquearse), el capitán Esparza se acercó al ventanal abierto y lo inspeccionó con minuciosidad. El sistema de apertura era lateral de una hoja y se abría hacia afuera, pero estaba automatizado. Había un pequeño panel en el lateral derecho con dos botones, uno para abrir y otro para cerrar. Mientras se tenía pulsado uno de los dos botones la hoja de cristal estaba en movimiento, y cuando se soltaba, se detenía en la posición que estuviese en ese momento. La ventana se abría desde metro y medio del suelo hasta el techo, y tenía una pequeña repisa de un palmo hacia el interior de madera de caoba, por supuesto, pues era la manera en que el decorador había pensado integrar el ventanal en aquel festival caoba.

—Bueno, voy a descartar de momento al recepcionista como posible asesino —accedió Esparza—, porque evidentemente es demasiado bajito como para levantar un peso muerto a metro y medio y tirarlo por el ventanal. Tampoco creo que su mano llegase al botón del 33 del ascensor, queda demasiado alto para un tipo tan canijo.

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—Oh, perfecto, vamos estrechando el círculo —dijo R. Ramírez, no muy convencido, pues la lista de sospechosos seguía siendo muy amplia, si es que la había.

Braulio apuntó:

El gnomo es inocente.

No pudo levantar el cuerpo metro y medio.

No pudo pulsar el botón 33 del ascensor.

Es demasiado bajito.

—Pero háganme un favor, no se lo cuenten al gnomo de recepción. Lo necesito centrado en su tarea.

—Como usted diga, señor Esparza.

—Teniente Telgarien, deje de hacer fotos estúpidas y busque huellas. En el cristal, en los mandos de la ventana, en la mesa, en el mueble bar, en las paredes y en el suelo. Cuando acabe, procese las huellas del ascensor.

—¿Del ascensor? Ahí debe de haber miles de millones de huellas...

—Exactamente, las quiero todas.

(Querido lector, si en este punto te estás preguntando por qué se hace referencia a un sólo ascensor y no a varios, porque te imaginas que cualquier edificio de esta magnitud debería tener un mínimo de ocho ascensores, enhorabuena por la observación. Tengo la explicación plausible para ello y es que se trata, ni más ni menos, de lo que se suele llamar "una licencia narrativa". Vamos, una conveniencia mía que me viene de perlas que sea así y porque la mayoría de lectores no cae en la cuenta. Así que muy bien por ti, te recomendaré como consultor criminal en la comisaría de mi pueblo que conozco a alguien. Y bueno, si no caiste en la cuenta, tampoco pasa nada, eres del montón y ya está, eh.)

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Telgarien Ojo de Halcón abrió su maletín cromado, sacó el instrumental para huellas y se armó de paciencia. La brocha espolvoreadora le iría bien, pero pensó que los 250 gramos de polvo de huellas se iban a quedar cortos, así que pidió refuerzos al departamento para que le trajeran un bote de cinco kilos. También pidió cuatro cajas de adhesivo de transferencia y, ya puestos, tres bolis de Bic para poder etiquetarlo todo.

—También nos llevaremos el ordenador de la víctima. —Tras mirar por quinta vez alrededor y no encontrar lo que buscaba, preguntó—: ¿Dónde coño está el ordenador? ¿Lo robaron?

—Oh, el señor Petrescu no usaba ordenador. Se lo apuntaba todo en una agenda.

A Braulio empezó a caerle bien el vampiro que había sido asesinado.

—¿Y dónde está esa agenda?

—Si no la llevaba encima el señor Petrescu, imagino que en el cajón blindado.

Se encararon a un cajón del escritorio, el doble de alto que el resto de cajones. Tenía una cerradura y, al lado de la misma, una mordedura astillada fruto de un forzado con algún objeto duro. Detrás de la madera, se veía el refuerzo metálico que impedía a vándalos abrir el cajón. Al parecer, había funcionado a la perfección.

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—Alguien quiso abrir este cajón y no pudo —observó Telgarien.

—Sí, pero se le olvidó llevarse en su huida la herramienta —apuntó Joe Esparza mientras señalaba una palanca típica de ratero (Nota del Matemático: de esas palancas que parecen el símbolo de una integral) que sobresalía dos palmos de debajo del sillón negro de piel. La cogió con cuidado entre sus dedos forrados de látex blanco y la estudió. La aproximó al cajón blindado y la mordedura de la madera parecía encajar con uno de los extremos afilados de la palanca—. Como un guante —determinó.

—¿Alguien usó esa palanca para abrir por la fuerza ese cajón? —preguntó el gerente de la Peninsular, no por preguntar, sino para decir en voz alta lo que pensaba—. ¿Qué estaría buscando?

—Lo mismo que nosotros, señor Ramírez —pausa dramática de varios segundos—. Lo mismo que nosotros.

El agente Braulio se preguntó para qué forzar un cajón blindado. ¿Es que había perdido la llave el vampiro? Pero una vocecilla detrás de la oreja le advirtió que pasar sus pensamientos a modo oral le pondría en evidencia, y él siempre le hacía caso a esa vocecilla. Bueno, sólo a veces. Como le diría su madre, calladito estaba más guapo. Esta vez estaría calladito, pero apuntó:

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Cajón blindado forzado mediante palanca encontrada.

¿Había perdido la llave la víctima?


El teniente Telgarien colocó la palanca en tres bolsas de pruebas, porque no cabía en una. Así que juntó tres y las agujereó con la propia palanca. Un poco de cinta adhesiva sirvió para mantener unidas todas las bolsas. Hacía un año que había solicitado más bolsas de pruebas esterilizadas de tamaño familiar al departamento de material, pero le habían ido dando largas semana tras semana. El medio elfo intuía que era cosa del presupuesto. Para colmo el departamento de estadística había dicho que el 85% de las pruebas cabían en una bolsa de tamaño medio, un 10% en bolsas de tamaño pequeño y sólo un 5% necesitaba las XXL.
Claro, este tipo de bolsas no son como las de Mercadona, tienen su aquél: transparencia específica, resistencia específica, rigidez específica, protección contra los rayos ultravioleta, esterilidad asegurada, hermeticidad, cierre mini-grip, el logo del CSIC serigrafiado en dos colores, etc. Y claro, tampoco podías pedir una cajita de diez bolsas a fábrica, pues el pedido mínimo era un palet de mil bolsitas, y el departamento de futurología había predicho que, con los datos del departamento de estadística, se estimaba que un pedido de mil bolsitas XXL tardaría en consumirse cerca de quince años (eso si se cumplía la predicción de que aumentaría la tasa de crímenes en un 7,3% debido al cambio climático, al incremento del paro y a la inmigración ilegal). Luego había otra cuestión insalvable: ¿dónde ibas a meter un palet de mil bolsitas XXL en el CSIC, si hasta las cucarachas salían por patas de allí por falta de espacio?

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—Pues tendremos que abrir ese cajón —se empecinó el capitán Esparza—. Telgarien, la radial, por favor.

Y así fue como el medio elfo sacó de ese maletín cúbico cromado, que empezaba a parecerse al bolsillo de Doraemon, una bonita radial de bolsillo, lista para ser enchufada y cortar el metal que se precisase. Nada, que en dos minutos de sonidos estridentes y chispas metálicas, el frontal del cajón cedió y pudieron acceder al interior. Esparza, emocionado, metió la mano, pero estaba completamente vacío salvo un papel.

—Uhm, una nota impresa en ordenador —dijo Esparza desplegando la nota.

En ella, se podía leer:


Sé quién eres, Mr_Tepes

—¿Qué majadería es ésta? En lugar de la agenda del señor Petrescu, hay una nota sin sentido.

Esparza se colocó las gafas de sol y con sus aires de superioridad dijo:

—A mí me suena a amenaza de muerte, o a extorsión.

Braulio frunció el entrecejo.

—Chantaje —le aclaró el medio elfo.

—Sí, si ya lo sabía —dijo Braulio y acto seguido escribió algo en su bloc de notas.



Extrusión = Chantaje


—Oh, ¿y quién intentó abrir el cajón blindado? —preguntó R. Ramírez—. ¿Dónde está la agenda del señor Petrescu? ¿Qué es eso de Míster Tepes?

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—¿Y por qué le entraron a la víctima ganas repentinas de volar? ¿Cómo pudo escapar el asesino si la puerta estaba cerrada por dentro? —añadió Esparza—. Para eso estamos aquí los del CSIC, señor. Si fuera tan fácil, podría resolver esto cualquiera, la policía local o usted mismo por ejemplo, ¿no le parece?

—Usted disculpe, señor Esparza, pero es que se les ve tan inteligentes y tan profesionales que uno piensa que ya tienen la respuesta a todo.

—Un desliz entendible, de todos modos —concedió modestamente, y tras mirar su reloj añadió—: Bueno, aquí hemos acabado. Usted no, agente Telgarien, acabe de procesar el escenario.

—Si no le importa, capitán —objetó el medio elfo que se levantaba para salir de la estancia—, procesaré cuanto antes el ascensor. Esta oficina permanecerá sellada, pero el ascensor sigue abierto al trasiego y si tengo que procesarlo, mejor que no lo contaminen más.

—Está bien, Teniente. Me alegro de que use el cerebro de cuando en cuando. Pero acuérdese que el escenario principal es éste y quiero que sea analizado al milímetro. No está bien dejarse las cosas a medias, ¿entiende lo que le digo? Bien, yo tengo otros asuntos que atender. Agente Braulio, recoja todas esas pruebas embolsadas, métalas en una caja de cartón y llévemelas a mi despacho —le ordenó mientras le alargaba su tarjeta personal con las indicaciones y el croquis para llegar a su oficina—. ¿Sabrá hacerlo?

cap.03. La oficina caoba

El misterio de la oficina caoba

El medio orco cabeceó un sí.

—Salgamos entonces de aquí, tanta madera me agobia.

cap.03. La oficina caoba



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“El misterio de la oficina caoba” y la portada del presente libro son obra de Víctor Martínez Martí y se encuentran bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported. Para ver una copia de esta licencia, visita http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/.
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