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el misterio de la oficina caoba

El misterio de la oficina caoba

Capítulo 00

Preludio

Ramón Ramírez ojeó aquel currículum vitae simulando desinterés, como si con él no fuera la cosa, aparentando ignorar su contenido. El esfuerzo de su lectura duró un leve parpadeo, ya que apenas se componía de cuatro escuetas líneas. La primera con nombre y apellidos, otra referente a idiomas, otra acerca de sus habilidades en manualidades (no malpenséis, que luego se explica) y otra indicando su raza. Cuatro líneas manuscritas a pluma en media cuartilla de algún material celulósico carísimo, ligeramente gofrado con cenefas grabadas en foil dorado, bordes quemados y escrito en una tinta tan roja que dañaba la vista. Desprendía olor a sándalo y violetas, venía dentro de un sobre recargado, sellado con un lacre de cera y una cinta en raso también roja. Victoriano, barroco o rococó eran adjetivos que palidecían frente semejante currículum. Ni lo hubiera abierto de no ser porque a primer golpe de vista le había parecido una invitación de boda.
No, no os confundáis, Ramón Ramírez no era de los que se mueren por pagarles el detallazo de la invitación a los novios. Era más bien de los que no pagan un duro alegando lo de "tú me invitaste" y de los que no se pierden una comilona ni muerto, donde puede uno hartarse hasta decir basta delante de media familia mientras pone a parir a la otra media.

Sin embargo, el señor Ramírez, gerente de Seguros Peninsular, profesando dicho amor hacia las invitaciones de boda, no era muy aficionado a leer currículos y mucho menos a contratar a gente basándose en quién contaba más mentiras o en quién las ponía en un papel de mayor gramaje. Últimamente ya ni se fijaba en las fotos adjuntas de escote generoso, pudiera deberse este hecho a que no izaba bandera desde hacía una década. El nepotismo con comisión bajo mano o el intercambio de favores eran más directos y salían más rentables a él y a sus allegados. A fin de cuentas, la mayoría de sus empleados sólo manejaban cifras que sumar, restar, multiplicar o aplicar algún que otro porcentaje. A lo sumo, tenían que convencer a la gente para que se sacase un seguro de vida, o un a todo riesgo para el coche; tampoco se requería un máster para eso, qué carajo, sólo ganas de trabajar, cosa que los aficionados a mandar currículos no parecían entender.

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Pues bien, aunque no fuera el método idóneo para solicitar trabajo en esta empresa, todos los días le llovían cientos de currículos al bueno de Ramírez. Los que le llegaban en PDF al correo electrónico los marcaba como SPAM, así el gestor de correo (léase Outlook) iba aprendiendo qué tipo de mails eran non gratos, ya se sabe, con asuntos tales como "Solicitud de empleo", "Trabajar en Seguros Peninsular", "Entrega de CV", "A la Att. de Don R. Ramírez", "Estoy buena y hago lo que sea por un empleo", "Saludos cordiales" y patochadas similares. Aunque, a decir verdad, la mayoría se le escapaban al puñetero Outlook y requería de un tedioso borrado manual. Sin ir más lejos, la tecla [Supr] la tenía desgastada de tanto usarla y dos semanas atrás le había dado una tendiditis de caballo en el dedo índice de la mano derecha.

Pero no todo eran mails y fríos PDF. De tanto en tanto le llegaban currículos en papel, y en ese precario y primitivo formato todavía costaban más de filtrar. La semana anterior, sin ir más lejos, le llegó por mensajería urgente el sumum de los currículos. Tenía toda la pinta de estar hinchado por los cuatro costados: que si sabía inglés, que si sabía checo, que si sabía esquimal, que si sabía informática aplicada a mil historias, cursos de comercio exterior, másteres de logística, de diseño, de ganchillo y mucho más. R. Ramírez estaba acostumbrado a recibir currículos hinchados y pijoteros, pero aquel tocho con tapa dura forrada en cuero superaba en mucho a todos los anteriores (aclaro, todos juntos, uno encima del otro).
El individuo en cuestión, un tal Bertín Bermejo, consiguió localizarle por teléfono —usando a saber qué oscuras artimañas informáticas— y le preguntó si había recibido el currículo y si lo prefería en PDF. El gerente de la Peninsular le dijo que sí, que lo había recibido y que no, que no se lo enviara en PDF porque iba escaso de disco duro y no era plan. Al final pudo deshacerse de aquel odioso currículo, vendiéndolo a una recicladora de papel, sacando una buena suma a un euro el kilo, lo cual por lo menos le había merecido la pena. O eso creyó en principio, porque su lacayo, que había sido quien había llevado el tocho hasta la recicladora, tuvo que pillarse la baja por hernia discal después del viaje.

Volviendo al presente, trató de olvidar aquel molesto lance y clavó sus ojos en el actual aspirante, el del currículum corto pero intenso, el del sobre victoriano con lacre de cera, en ese joven apuesto que tenía al otro lado de su escritorio. Tras leer el currículo por vez primera lo había hecho venir hasta sus aposentos a pasar una entrevista que no concedía a nadie que no fuera de la familia. Pero este caso parecía interesante. Vaya que sí. Este señor, que se hacía llamar Vladimir Petrescu, le sostuvo la mirada con una tranquilidad pasmosa. La seguridad que de él manaba, su porte, la levita negra, el peinado hacia atrás engominado, la cuidada perilla y aquellos ojos penetrantes bien podían indicar que su escaso currículum era cierto. Dos cualidades en claro peligro de extinción, si se me permite el inciso, en los tiempos que corren.

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—Bien, señor Petrescu. ¿Por qué cree usted que es apto para el puesto?

—Mi señor Ramírez, el que haya concertado usted esta cita no debería considerarse un interés hacia mi persona sólo por mis aptitudes en papiroflexia, si no me equivoco.

¿Veis? A esto me refería con habilidades en manualidades. En la línea tres del currículo ponía exactamente: "Experto en papiroflexia". Siendo ésta una cualidad interesante a tener en cuenta, queda claro que no es indispensable en una aseguradora de prestigio como era la Peninsular, con lo que la frase anterior de Petrescu la podéis calificar de sarcasmo, si queréis.

—Emm... No, no se equivoca —titubeó el gerente—. Está usted en lo cierto. Digamos que me interesa mucho que... Que hable rumano.

—Entiendo —convino Vladimir con cierta sorna. Bajo su sonrisa destelló levemente una dentadura amenazadora.

—No, no... No me malinterprete, señor Petrescu. Estamos estudiando la posibilidad de abrir una sucursal en Rumanía.

—Entiendo —repitió Vladimir con una sonrisa todavía más endiablada.

—Está bien —se derrumbó Ramón Ramírez. De algún modo siempre había sabido que no resistiría a un interrogatorio si cayera en manos del enemigo—. De su interesante currículo, me interesa concretamente la línea cuatro, donde pone algo así como Vampiro al 92,6% —confesó finalmente—. Sí, ya sé que esto puede sonar racista, pero ya sabe lo que dicen de ustedes los vampiros: que son, pues eso, buenos para los negocios —le dijo guiñándole un ojo.

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Ya que llevaba meses sin beneficiarse de los enchufes, fichar a un vampiro para la empresa era una opción de lo más apetitosa.

—Oh, no se preocupe, mi señor Ramírez —dijo el vampiro entrevistado—. Puede decirlo claramente, no me ofenden estas cosas. Los chupasangre somos buenos banqueros, acomodados políticos, excelentes prestamistas y mejores recaudadores de impuestos. Puedo asegurarle que cuando el río suena...

—Es que se está ahogando un músico, sí —apuntilló Ramírez.

—Exactamente, a eso me refiero. El que yo no tenga a un orco de jardinero, o que no se me ocurra dejar a mis hijos al cargo de una niñera peluda en plenilunio no me convierte en racista, ¿verdad? Digamos que simplemente soy prudente frente a la sabiduría del refranero popular.

—Cierto, cierto... —carraspeó el señor Ramírez un poco más relajado y desenfadado al ver que sintonizaba con su interlocutor—. Por cierto, y no es que no me fíe de su palabra, pero, ¿tiene algún certificado médico que acredite su alto porcentaje vampírico? Entiéndame, hoy día es muy complicado encontrar a alguien con esos grados de pureza. Pura curiosidad científica, ya me entiende.

Vladimir entornó los ojos y se puso serio de repente, desapareciendo así todo símbolo de simpatía y buen rollo que había reinado hasta ese momento. El ambiente se enfrió de repente, el aire se tornó más denso. La estancia pareció ensombrecerse alrededor suyo, quedando sola y misteriosamente iluminada una franja a la altura de sus ojos, que parecían fijos en un punto a mil kilómetros por detrás de la nuca de R. Ramírez. Y dijo con voz sibilina:

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—Por desgracia, así es. El maldito mestizaje ha hecho que hoy día sea altamente improbable encontrar a nadie de raza pura. En cuanto al certificado, por supuesto que lo tengo. Aunque busque trabajo actualmente, poseo sobrado capital para pagarme esos análisis. Sepa usted que vengo de buena familia, mi muy señor mío. Pero, espero, sabrá entender que prefiera mantener mi intimidad acerca del siete coma cuatro por ciento restante de mi ser. Es algo de lo que no estoy muy orgulloso.

Se hizo el silencio durante dos segundos, hasta que el señor Petrescu parpadeó al fin, y el señor Ramírez también lo hizo posiblemente al tiempo que su corazón volvió a latirle, y dijo éste último:

—Oh, por supuesto, señor Vladimir. Pero no me interesa su 7,4% restante en absoluto, se lo garantizo. Si me consigue un certificado oficial que confirme su porcentaje de vampirismo y que no mencione los detalles de lo demás, puede usted considerarse Administrador Jefe de esta empresa.

Vladimir se levantó de la silla, cuan largo era, y estrechó sonriente la mano al gerente de la Peninsular.

—Mañana mismo tendrá el certificado encima de su mesa.

—Hasta mañana, pues, señor Vladimir. No creo que tengamos problemas en el aspecto económico. La Peninsular paga bien a sus empleados dotados —le dijo abanicándose perezosamente con un billete de quinientos euros, como si el aire acondicionado no fuera suficiente—. Ha sido un placer.

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—El placer ha sido mío —sentenció ya cuando abandonaba aquel despacho.

Pero antes de salir, una voz apremiante llegó a sus refinados y sensibles oídos, oídos capaces de detectar una gota de sangre caer al suelo a dos kilómetros de distancia o el sonido de un dedo hurgando una nariz de mocos secos.

—¡Un segundo! —le sofrenó el gerente. Vladimir se detuvo en seco y, al volverse, sus ojos centellearon, como preguntando qué carajo más quería, a lo que el señor Ramírez agregó tras cinco segundos de tragar saliva—: ¿Me puede hacer una rana de papel? Ya sabe... de esas que saltan. Para mi sobrino.

La estancia volvió a oscurecerse alrededor de Vladimir y le sostuvo la mirada; el vampiro sabía que le estaba poniendo a prueba. Si no demostraba sus habilidades en papiroflexia, ¿cómo podría alguien fiarse de la veracidad acerca de su porcentaje de pureza vampírico? Vladimir se le acercó tan lentamente que le pareció al gerente que pasaban siglos y cuando lo tuvo a un palmo de distancia se movió como el rayo. Fue un visto y no visto.
¡Zas! El prestidigitador (o el ratero) que cacareó aquello de "la mano es más rápida que la vista" hubiera tenido más razón que un santo en aquella ocasión, pues cuando el gerente de la Peninsular quiso darse cuenta, el vampiro ya le había mangado el billete de 500 euros y le había manufacturado con él una bonita rana de color fucsia. (Nota del papirofléxico: para crear una rana de papel como la que aquí se relata, se necesita que el papel sea un rectángulo de proporciones 2:1, con lo que Vladimir tuvo que cortar el sobrante del billete y, por tanto, lo hizo inservible a efectos monetarios, si ustedes me entienden.)

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Vladimir emprendió de nuevo el camino hacia la salida y esta vez a Ramón Ramírez no se le ocurrió ni pestañear. Sólo cuando se cerró la puerta tras el vampiro se atrevió a poner el dedo sobre el trasero de la rana de papel más cara del mundo. Y presionó.
Y la rana saltó según los cánones de salto de las ranas de papel, describiendo una parábola perfecta en un bonito mortal hacia delante.
Ramón Ramírez aprendió aquella noche que no se le puede vacilar a un vampiro un miércoles a las cuatro y media de la madrugada, pues los vampiros son muy orgullosos y vengativos a esas horas. Quizá más que los elfos, lo cual es mucho decir.

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By Víctor Martínez Martí @endegal Starring Joe Esparza @esparzacsic Léelo directamente desde tu Kindle