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Pero Esparza estaba de muy mala uva. Sentía que tenía al asesino contra las cuerdas, acorralado en su cerebro donde concurrían las diversas pistas y datos sobre este caso. ¿Quién mató al vampiro? El propio gerente de la Peninsular no tenía motivos aparentes, a no ser que decidiera de repente que había una manera fácil de despedir a un empleado, pero era bastante asustadizo. Recordaba todavía cómo había mojado los pantalones cuando el agente Braulio le puso el cañón de su arma reglamentaria entre los ojos. Para el capitán del CSIC, Ramón Ramírez no era capaz de cometer un asesinato, ni mucho menos. Sin embargo, Héctor Mature hubiera podido matar perfectamente a cualquiera debido a su estado mental, máxime al tipejo que lo había estado puteando varios años en el foro, pero dudaba mucho que hubiera logrado salir de aquella celda acolchada.
El doctor Casas podría haberlo sacado de allí, pero no sin los permisos necesarios y habiendo sobornado a medio hospital y falseado las cintas de seguridad. Demasiado complejo. El mismo doctor también podría haber sido el asesino, sin intermediarios. Pero tampoco tenía pruebas contra él. Esperaba al menos haber encontrado una impresora HP en su casa o en el hospital, pero no hubo suerte. Todas las impresoras halladas eran Canon o Epson. Para colmo, la versión de los hechos que le había contado estaba demasiado elaborada como para ser falsa. Gilberto Groo, el gnomo recepcionista, tampoco tenía un móvil y, pese a que las cámaras filmaron a un enano sospechoso en el ascensor, las otras cámaras de seguridad lo tenían bien grabado en el hall, durmiendo con los ojos bien abiertos durante la hora del asesinato.
Marcelo Malatesta sí tenía un móvil para matar al chupasangre y había ciertas pruebas circunstanciales para realizar una acusación medio decente, pero algo le decía a Esparza que los trapicheos de Malatesta eran de otra índole y que por mucho que le gustaría acusarle no sacaría nada en claro. Además, la clave estaba en Bigman. Él amenazó a Vlad Petrescu y tenía motivos sobrados para cometer el crimen. Pero Bigman no era más que un alias de internet. La persona real detrás de la máscara todavía era un misterio, pero se sabía que mandaba mensajes desde una IP dinámica, IP que le había llevado al CSIC a acordonar dos manzanas enteras de edificios. Bigman vivía allí, dentro del cerco. Pero conseguir órdenes de registro para todas las viviendas y entrar casa por casa a buscar la impresora de marras era una tarea de chinos, y esperar no era el fuerte de Esparza. Ya iba por el sexto café.
—¿Esperar? ¡Estoy hasta las narices de esperar! Llevamos ocho horas con esto y no sabemos las que quedan.
Joe, se dijo a sí mismo, repasa mentalmente las pruebas, los hechos. El vampiro cae de pie y braceando, por lo que estaba vivo antes de que le tiraran. Había dos copas en la oficina caoba, una de ellas de whisky, y los vampiros no beben whisky. El asesino conocía a su víctima, si no, no la hubiera invitado a beber. Hay una palanca de hierro que encaja con el forzado del cajón blindado. Dentro del cajón hay una nota amenazadora. La oficina estaba cerrada por dentro. La ventana estaba abierta. Un enano o gnomo sube al ascensor, a la planta 33, dentro de la franja horaria del asesinato y cuando sale del ascensor se dirige hacia la Peninsular, aunque alguien de tan baja estatura no habría podido tirar por la ventana a un vampiro hecho y derecho que, según parece, todas sus heridas fueron provocadas por la caída.
Malatesta tenía en su poder la agenda de Petrescu. Petrescu se granjeó enemigos en los foros de economía, especialmente con Héctor Mature, el administrador, y un tal Bigman. Y el tal Bigman estaba cerca, muy cerca. Por muchas vueltas que le diera al problema, todo desembocaba en Bigman, pero la búsqueda se hacía eterna.
—¡No aguanto más aquí! ¡Me las piro! —gritaron al unísono la cafeína y la mala leche que acumulaba su cuerpo.
—No te preocupes —le dijo Cristine—. Ve y descansa que falta te hace. Cuando tengamos algo te avisaremos. No te despegues del móvil.
Era ya bien entrada la noche, Joe ni contestó, se subió a su Hummer y salió disparado hacia el Nautylus, un bar de copas cerca de su casa. Allí se hizo unos cuantos chupitos de Jack Daniel's para desestresarse mientras su cabeza le daba vueltas al caso y a las jovenzuelas que por allí se dejaban caer. Pagó la cuenta y se fue para casa calentito. En su estado, si una vez en la cama no pudiera dormir, Susana, su mujer, igual tendría la suerte de pillarlo bravo y beneficiarse de un buen revolcón.
Pero más calentito lo puso lo que le vino después, y no fue precisamente en su casa. Cuando se disponía a subir al coche, de detrás del mismo asomó un pibón rubio que quitaba el hipo. Aunque iba vestida con vaqueros, zapatillas y una camisa a medio abrochar, Esparza sabía que era una profesional, pues se olía que ella no estaba insinuándosele y haciéndole gestos obscenos para que se acercara sólo por su atractivo innato. Porque, claro, no es que Joe Esparza se supiera feo, sino todo lo contrario, pero por alguna inexplicable fuerza antinatural jamás se le había acercado una mujer si no había sido por mero interés (y fue a casarse con la más fea, manda cojones). Y esta vez el interés parecía ser del tipo económico.
No obstante, el capitán del CSIC no era tacaño, ni tampoco un desconsiderado. Si una chica en apuros económicos le ofrecía sexo por dinero, no sabía decir que no, sobre todo si la susodicha se gastaba una talla de sostén superior a la 90 y, por los clavos de Cristo, éste era el caso. Buen culo, buenas tetas y de cara, como reza el chiste, debía de ser carísima. Pero se la podía pagar seguro. Fuera bromas, el rostro estaba parcialmente cubierto por su melena rubia, pero lo que se dejaba entrever junto con las dos poderosas razones, era más que suficiente para darle el "sí quiero" sin pasar por vicaría.
Así que, sin más, se fue a por ella, no sin ojear los alrededores por si se encontraba su chulo cerca con ganas de camorra. Como no vio a nadie se relajó y se dejó llevar.
Ella se estrechó contra él, agarrándolo por las nalgas y justo cuando el mástil tenía la bandera ondeando en lo más arriba, la fulana le asestó un rodillazo en los cataplines que dejó al pobre Joe en el suelo, sin habla, sin respiración y con el mástil y los grumetes bastante perjudicados. Y no contenta con eso, tras escarbarle en su chaqueta, lo dejó también sin su cartera.
Joe alargó el brazo y le amarró el tobillo con fuerza. El dolor en su entrepierna convertía su mano en una tenaza que no se abriría jamás. La rubia le lanzó entonces una patada en la cara y otra de nuevo entre pierna y pierna y la tenaza indestructible se rompió. Se alejó unos metros del maltrecho Joe y se le quedó mirando, como regocijándose, sabiéndose a salvo.
Pero Joe Esparza no sobrevivió a la Legión en Melilla por casualidad. Para él el dolor no era más que un compañero de fatigas, un colega de armas. Apretando los dientes y los puños, hincó rodilla al suelo y se fue levantando poco a poco. De su nariz brotaba un reguero de sangre y el labio lo tenía hinchado como si le hubiera dado un mordisco a un avispero. La mujer esbozó una leve sonrisa al ver el trabajo que le costaba incorporarse al agredido. Abrió la cartera con tranquilidad y ojeó su interior con cierto desinterés, contando los billetes por encima. Cuando le dirigió de nuevo la mirada, el capitán del CSIC estaba levantando su colt plateado no sin esfuerzo hacia ella.
Asustada, guardó rápidamente la cartera en su bolsillo y echó a correr.
¡Bang!
Esparza falló el tiro por los pelos. Renqueando, se subió al Hummer y pisando a fondo el acelerador y con las luces y sirenas a toda marcha fue tras la ladrona, que había entrado en un callejón. Con las largas puestas y el motor rugiendo cual león desesperado por comerse a su presa, se enfiló hacia allí. La tipa corría que se las pelaba. Desde luego, que tuviera puestas unas zapatillas y no unos zapatos de tacón no era mera casualidad. Atropellando gatos, cajas y cubos de basura, el Hummer negro del CSIC le iba comiendo terreno peligrosamente a la fugitiva. Como en todas las pelis de persecuciones de este tipo, apareció ante ella un enrejado metálico, de esos tan convenientes cuando te persigue un perro hambriento. Yo no he visto nunca ninguno en ningún callejón de este país, pero da la casualidad que en esta escena se toparon, quizás, con el único sitio donde hay uno, donde un concejal urbanístico lumbreras le dio por copiar de los EEUU este tipo de mobiliario urbano tan versátil.
Pues cual película de Jackie Chan, la tipa se apoya en plena carrera en una caja y de un salto es capaz de superar la barrera. Joe Esparza no se amedrenta ante el obstáculo y decide sabiamente embestirlo con la fuerza del Hummer. El enrejado metálico cede ante la violencia del choque, pero lejos de saltar por los aires cual hoja al viento, se queda bien clavado en su base y se desprende sólo de la parte alta. El vehículo acaba encima, pero con apenas las dos ruedas traseras en el suelo. Por mucho que Esparza tira adelante y atrás, el Hummer no consigue pasar al otro lado.
—¡Mierda de coche americano!
Mientras tanto, la chica se desvanece entre las sombras. Joe no se da por vencido, baja del coche y sale tras ella corriendo como puede, pues un dolor difícil de describir a las mujeres todavía le atenazaba un palmo por debajo del vientre. Misteriosamente, al doblar la esquina, Esparza la localiza y todavía se ve con opciones de atraparla, así que sigue corriendo, ya no sabe si por recuperar la cartera, el dinero y su placa, o por el mero hecho de darle una somera paliza o coserla a tiros. Con la respiración entrecortada y el corazón a punto de saltarle del pecho, convino que definitivamente las dos últimas opciones le darían más placer. La mujer se detuvo un instante, miró hacia atrás y creyó haber perdido a su perseguidor. Esparza, al darse cuenta, se ocultó rápido detrás de un coche aparcado. Aquélla pareció relajarse y dejó de correr desesperadamente. Cruzó la calle e intentó camuflarse entre la poca gente que andaba por la calle a esas horas. Esparza, que tenía un ojo de halcón para distinguir una tía buena entre un gentío, la siguió con disimulo.
La mujerzuela parecía dirigirse a un local de mala reputación, cosa que no extrañó de ningún modo al capitán del CSIC. Justo en la entrada, le dijo algo al oído al portero, un tipo enorme, y tras comprobarle manualmente el tamaño del paquete, éste la dejó entrar sin chistar. El local era el "Bad Romance", bautizado así en honor a una famosa cantante de la que se decían muchas cosas sobre sus genes y sus genitales, y ninguna era buena. Más de un pensador aventuró que, sobre todo, era una lagarta de cuidado. Y el local, además de estrambótico, era una casa de citas. Que no un prostíbulo, por Dios, que eso está prohibido. Era un Club de copas, donde las camareras vestían con poca ropa y eran dadas a ligar con la clientela, pero nada más. Que si luego te querías ir a dormir en una de las habitaciones que tenían alquiladas las chicas, pues perfecto. Si ellas aceptaban donativos por encima de los cien euros, eso no era prostitución, sino caridad, ya que muchas de ellas eran chicas que venían de otros países y llegaban aquí desamparadas y no podían pagarse los estudios. Como sabréis, los donativos no pagan impuestos, lo cual resulta de lo más conveniene.
Esparza llegó a la puerta y al intentar pasar, el portero le cogió por la chaqueta y sin esfuerzo lo echó para atrás, casi levantándolo del suelo.
—¡Déjame pasar, esto es un asunto policial! —le recriminó, pero al intentar buscar su placa se acordó de que ya no la tenía.
El portero le hizo señas indicándole donde estaba la taquilla. Joe hizo un ademán para echar mano a su cartera en un acto reflejo, pero recordó que tampoco la tenía.
—¡Esa furcia me ha robado la cartera y la placa! Pero soy policía. ¡Del CSIC! ¡Déjame entrar o tendrás problemas graves! ¡Irás a la cárcel, pedazo de animal!
Pero el portero no se amedrentó, se las sabía todas.
—Mientras no me enseñe usted una placa, no es más que un gusano asqueroso que intenta colarse en este local. O paga o se larga, caballero.
Esparza intentó esquivarlo, pero una palmada en el pecho le hizo caer de espaldas y sus nalgas aterrizaron sobre la dura acera.
Se incorporó, se hizo el disimulado y...
—Está bien, está bien... —dijo acercándosele lateralmente.
...y le asestó un puñetazo con todas sus fuerzas al estómago del orangután, pero éste ni se inmutó. Golpear aquellos abdominales fue como darle a una pared de ladrillos. La mano derecha de Esparza se retorció dolorida.
—Gimnasio "La Levantina" —dijo el portero.
Sin rendirse, Esparza dio otro puñetazo, esta vez con la izquierda a la huevera del mastodonte y la experiencia fue como darle a una plancha de hierro.
—Cinturón de castidad —dijo el tipo dándose ahí abajo unos golpes ligeros que sonaron a metálico—. "Hierros Felete".
Con ambas manos doloridas, la cara reventada, los huevos destrozados y su honor por los suelos, Esparza todavía tuvo tiempo de reaccionar, pues un legionario jamás se rinde. Sacó su pistolón y encañonó al portero, pero éste fue más rápido y le quitó el arma de un zarpazo y se la tiró al suelo, lejos de su alcance.
—Me está usted cabreando ya —dijo el hombretón—. Lárguese.
Nunca creyó Esparza que llegaría a ese punto, pero llegó.
—No me queda más remedio, maldita sea —masculló.
—¿Perdón?
Esparza sacó de un bolsillo interior de su chaqueta algo que parecía un estropajo y que tras ponérselo en la cabeza se dio cuenta el portero que se trataba de un peluquín. Luego se puso unas gafas de sol y se encaró al portero con su nuevo look. Ya no tenía el pelo pajizo, sino moreno carbón. Y las gafas de sol ocultaban sus ojillos de borrego cansado. El portero cayó en la cuenta.
—¡Ah! Es usted, señor Bermúdez. No le había reconocido de esa guisa. ¿Por qué no me ha enseñado su pase VIP?
—Porque está junto con la cartera que me ha robado esa furcia. ¿Puedo pasar ya?
—Claro, claro, jejejeje. Adelante.
Joe recogió su revólver del suelo y entró con su dignidad hecha trizas. Mientras pasaba al interior el portero iba atando cabos en voz alta.
—Así que es usted de la poli. Jejejeje, ¿quién lo hubiera dicho? Yo siempre pensé que era fraile.
Humillado, Joe Esparza entró en ese local que tan bien se conocía. Cuando estuvo un 1% más calmado, mientras observaba a la concurrencia, se puso a reflexionar. ¿Trabajaría allí esa hija de mala madre? Era muy probable, puesto que aquellos labios y aquellas tetas le eran extrañamente familiares. Si le hubiera dado tiempo de verle más la cara la habría identificado, si es que la conocía. ¿Alguna chica que le habría reconocido al salir del Nautylus y quería vengarse de un polvo mal pegado? Indagó en su mente por si le venía a la memoria algún caso concreto. Y le venían un par. ¿Angelina? No, Angelina era más morena de piel. ¿Judith? Tampoco, las tenía más puntiagudas. ¿Vanessa? No, Vanessa era más bajita. ¿Amanda? No, era muy delgada. ¿Bárbara?
No, tenía más caderas. ¿Felicia? ¿Mary Anne? ¿Estela? No, se dejaba alguna chica. ¿Pero quién? Quizás era un fichaje nuevo y venía de otro Club. ¿Raquel? ¿Vanessa 2? ¿Lucía? ¿Waka-waka? ¿Anabel? ¿Belinda? ¿Missi? ¿Kathy? ¿Laury? ¿Claudet? ¿Cuchi-Cuchi? A saber... Mandó a la mierda sus cábalas. ¿Qué más daba ahora?
Lo mejor sería atraparla y darle su merecido, pero por mucho que miraba y remiraba por allí no la encontraba. Decidió aposentarse en un extremo de la barra desde donde controlaba la salida y se pidió un gin-tonic para disimular y hacer tiempo. Tarde recordó que no podía pagarlo porque le habían birlado la cartera. Cuando dijo que no podía pagar, no le sirvió de nada decir que era poli, ni tampoco que la placa se la habían robado. Ni siquiera colocarse de nuevo la peluca y las gafas de sol para que le reconocieran como cliente habitual. Lo que había hecho estaba muy feo, así que con una simple mirada de la camarera a un punto por detrás de Esparza fue suficiente como para que aparecieran dos gorilas de la nada y agarraran al incauto por detrás y le colocaran el rostro sobre el vidrio de la barra.
—Amigo, más le vale pagar esa copa o estará metido en un buen lío.
Esparza se vio indefenso e impotente, pillado por sorpresa de nuevo en aquella noche para olvidar. Cuando intentó abrir la boca para decir que le habían robado la cartera volvió a probar en su mejilla y nariz ensangrentadas el frío tacto de la barra.
—¡Uf! —logró articular tras recibir un somero puñetazo en el estómago.
Uno de los gorilas lo cogía por detrás y lo encaraba al otro. Esparza comprobó que el que tenía en frente era bastante peludo. Siendo las horas que eran y sabiendo que había luna llena aquella noche, las hormonas del susodicho estarían por las nubes. Maldita sea, pensó, en plenilunio los peludos tienen toque de queda. Esto es ilegal. No pueden estar fuera de sus casas ni desempeñar trabajos. Esparza le vio babear mientras se le acercaba peligrosamente.
—Cabrones, pagaréis por... ¡Uf! —resopló al recibir otro puñetazo en el estómago.
Comprobó que insultar a este tipo de gente no los ponía de mucho mejor humor que hacerles saber que no podías pagar una copa.
—Eeee... Esta me la apunto, peluche. Te denunciaré por... incumplimiento del toque de queda —le desafió todavía—. Te... quedarás sin trabajo una... temporadita.
El gorila que le sujetaba apretó con más fuerza, y los nudillos del licántropo crujieron como mil barritas de Huesitos romperse. Sabía que sin placa aquel tipejo legalmente era como un cliente cualquiera. En un juicio, sería su palabra contra la suya, y bien sabía que su jefe le encubriría bien. Él no había trabajado esa noche, y la paliza recibida se la habría dado seguramente algún desconocido, fuera del "Bad Romance", por supuesto.
Pero, de pronto, y para suerte de Esparza, la puerta del local se abrió de un sonoro golpe y un cuerpo apareció rodando por los suelos. Esparza lo reconoció: era el portero del Club intentando incorporarse inútilmente mientras era pisoteado por sus agresores, que a contraluz se vislumbraban como enormes siluetas trajeadas. Cuando se acercaron un poco a una zona más iluminada, se distinguieron claramente cuatro semiorcos bien criados.
Los dos gorilas que tenían a Esparza dejaron sus asuntos rápidamente para echar fuera a tan indeseables intrusos, pero cuando se acercaron a ellos parecieron reconocerlos, y como si cayeran en la cuenta que mejor era no meterse en camisa de once varas, se detuvieron a una distancia prudencial. Un quinto hombre espigado, que a diferencia de los otros no tenía trazas de orco, se adelantó y se dirigió a los gorilas locales.
—Llevadnos hasta Jabba. Ahora.
Y aquéllos obedecieron resignados y sumisos, conduciendo a los invitados escaleras arriba, pero no por las escaleras que llevan a las habitaciones de las chicas, sino otras menos ostentosas y menos iluminadas.
Esparza reconoció al hombre espigado. Aquel porte y prepotencia eran tan inconfundibles como sus cráteres faciales, distintivos de una infancia de virulenta varicela.
—Malatesta... —masculló.
No sabía qué carajo hacían allí Malatesta y sus matones a sueldo, pero si no aparecía la rubia mala pécora, al menos aprovecharía la ocasión para averiguar qué negocios sucios le traían a Malatesta por aquellos lares. No tenía pinta de venir a echar una canita al aire. Metió su camisa por dentro, se alisó las arrugas de su traje, se limpió como pudo la sangre de su cara, se colocó el peluquín y las gafas de sol y siguió a la comitiva escaleras arriba furtivamente, evitando ser visto y procurando que la cojera provocada por el dolor en sus partes más queridas no llamase demasiado la atención.
En realidad sí que fue visto por más de una chica del local, ya que este tipo de oficio requiere tener mucha vista y poder distinguir así si ciertos bultos son paquetes contentos o billeteras generosas. Por eso se contrataban sobre todo elfas y vampiresas para estos menesteres visuales, aunque las hembras con muchos genes humanos también tenían su olfato acertado con las carteras de poco billete pero mucho plástico y bandas magnéticas. Las que se fijaron en Esparza dieron por sentado que sus andares a lo John Wayne se debía a que ya había pasado por Madame Cuir y una de sus sesiones de _sado hard_.
Esparza llegó a la cumbre de las escaleras y asomó la nariz por la esquina. Vio a todos entrar en una habitación concreta y oyó una voz ronca salir del interior que decía:
—¿Pero qué coño...? —se exaltó Javier Barrado, alias Jabba, dueño del local "Bad Romance". Hubiera dado un brinco del susto, pero había algo que se lo impedía, seguramente una fuerza misteriosa llamada gravedad que tiraba fuertemente de su cuerpo.
Bingo, habéis acertado. El sobrenombre de Jabba no le venía sólo por la contracción de su nombre y apellido. Sufría de obesidad mórbida y gustaba de tener continuamente a un mínimo de siete concubinas semidesnudas (Nota del matemático: désele al prefijo semi una magnitud entre cero y menos uno), y si estaban atadas con cadenas y dándole de comer bollos y fruta caramelizada, pues mejor que mejor.
Y así fue como pillaron a Jabba cuando entraron Malatesta y compañía en sus aposentos.
—Señor Jabba... —rompió el hielo Malatesta.
—Disculpe que no me levante, señor Malatesta —contestó el anfitrión—. ¿A qué debo la visita del gerente de la Mediterranean?
—He oído decir que no tiene el local asegurado por nuestra compañía.
—Oh, así es, ciertamente.
Malatesta observó al dueño del local y no amagó un gesto de repugnancia. Recostado en una amplia cama con vestidos de seda daba la sensación que de un momento a otro Jabba iba a rebosar y caerse por los dos lados al mismo tiempo. Viéndolo en aquella habitación, a uno le venía a la mente esos barcos en miniatura dentro de botellas de cristal. Se rumoreaba que primero fue Jabba a un solar y luego construyeron el local a su alrededor. Realidad o ficción, era la única manera de explicar cómo demonios había entrado allí aquel hombre.
—Creo que envié a mis mejores agentes de seguros para hacerle una póliza más que conveniente, dada la condición de este local.
—Así es. Pero no me pareció suficientemente conveniente. Además, este local ya está asegurado.
—Uhm. Vengo a hacerle la última oferta. O firma esta póliza ahora mismo o le aseguro que ningún seguro le cubrirá los daños que podrían darse en el Bad Romance. Es una hipótesis, claro está. No se lo tome como una amenaza.
—Claro. Pero mi póliza actual ya cubre los casos más típicos, como los de muerte por asfixia de mis concubinas.
—Ah, pero olvida usted que hay muchos otros casos posibles. Imagínese que se vuelve usted loco y se come a sus chicas todavía en vida y luego se pega un tiro en la cabeza justo después de prender fuego a su local. ¿Cree que su seguro actual le cubriría un mínimo para que sus herederos legales saquen algo de provecho? —En ese momento, los semiorcos de Malatesta sacaron unas hachas de mano que tenían ocultas bajo sus chaquetas—. Podría ocurrirle en cualquier momento. Aunque, claro, cabe la posibilidad de que esto nunca ocurra si firma nuestra póliza de seguros. ¿Verdad que este aspecto es muy conveniente?
—Verdad —admitió Jabba. Tierra trágame, pensó Jabba, pero la Tierra siempre ha tenido sus límites, así que dijo—: ¿Dónde hay que firmar?
Malatesta sacó unos papeles grapados y se los ofreció al dueño junto con una pluma chapada en oro.
A punto estaba de firmar cuando de una patada, entró Esparza como una exhalación, pistola en mano y gritando:
—¡Todos al suelo! ¡En nombre del CSIC!
Aunque cuando vio a Jabba sobre aquella cama de patas reforzadas con vigas de acero, dudó un instante (¿podría semejante ser obedecer esa orden?). Dudó el tiempo suficiente como para que los seis matones, los dos de Jabba y los cuatro de Malatesta, desenfundaran a la velocidad del rayo y le apuntaran todos a la cabeza.
—¡Señor Esparza! —exclamó Malatesta—. ¡Qué gusto verle por aquí! ¿A qué se debe esta inesperada visita?
—He venido para desmantelar tus negocios mafiosos, Malatesta. ¿Qué esperabas, librarte de mí?
Todos daban por sentado que el capitán del CSIC iba a rendirse al instante, pero aquél estaba haciendo sus cábalas. Son seis y sólo me quedan cinco balas, pensó, recordando que había disparado una vez contra la furcia. Al verse vencido, sin bajar el arma todavía intentó convencer al equipo local mediante el diálogo, cosa que era su último recurso y que avergonzaría al mismísimo Chuck Norris.
—Señor Jabba, he entrado aquí para evitar un desastre. Dígale a sus hombres que me ayuden y pondré entre rejas a este malnacido y a toda su banda.
Pero Jabba dudaba.
—¿Señor Jabba? —se impacientó Esparza.
—No lleva placa. Creo que se la han robado —dijo el hombre lobo que le había zurrado hacía poco.
—¡Maldito cabrón! —imprecó Joe Esparza. Ya estaba pensando en formas de torturar al peludo si tuviera ocasión en un futuro de vengarse.
—Oh, señor, señor —dijo Jabba—. Parece que no puede usted identificarse. No puedo correr riesgos, entiéndame. Lamento esta situación tanto como usted.
Esparza convino en dejar el arma en el suelo. Y apenas lo hizo se le abalanzaron los orcos de Malatesta y empezaron a golpearle en la cara y en el estómago repetidas veces hasta que Esparza dejó de reaccionar, dejándolo casi sin sentido. Llegados a este punto, lo arrojaron al suelo como si fuera un trapo sucio.
—¿Lo matamos? —le consultaron a Malatesta.
—Después, no hay prisa —contestó aquél.
Algo se revolvió en el interior de Jabba y no era la ternera cruda, y preguntó:
—¿Es necesario matarle? No se ha podido identificar y por tanto no nos puede arrestar por lo que pueda suceder aquí. No tiene validez jurídica, es un ciudadano cualquiera y no tiene más testigos que él mismo. Sería su palabra contra la nuestra.
—Oh, claro que es necesario —le aclaró—. Esto ya es un asunto personal. Y con lo que ya sabe puede investigar en la dirección correcta y enchironarme. Resulta más conveniente ponerlo fuera de circulación y tirar el cuerpo mar adentro con una losa atada en los pies.
Jabba tragó saliva. Esas cosas no iban con él.
—Pero no se apure, Jabba. Ya habrá tiempo para él y quiero darle una muerte lenta y angustiosa. Lo primero es lo primero. ¡Firme aquí!
—Gññaaa... —protestó Esparza desde el suelo, levantando penosamente su dedo índice.
Un par de patadas en la cabeza lo hicieron callar de inmediato.
—¡Firma!
Nada más poner sus regordetes dedos sobre un bolígrafo que parecía de juguete a comparación, otro portazo sobrevino en la habitación. Tras la puerta apareció una silueta esbelta y sujetaba una placa en lo alto, y en su derecha tenía un maletín cuadrado de aspecto metálico.
—¡Teniente Telgarien, del CSIC! ¡Dejen sus armas de inmediato! ¡Están todos arrestados!
Nadie le hizo caso, no obstante lo primero que hicieron fue echar mano al interior de sus chaquetas para desenfundar. Pero el elfo fue más rápido, y su maletín cromado sobrevoló la estancia hasta impactar en el rostro de uno de los semi orcos de Malatesta, dejándolo aturdido. Luego se acercó al más próximo y con un golpe con el canto de la mano en la garganta lo dejó de rodillas en el suelo. El segundo más próximo llegó casi a encañonarle, pero el Teniente del CSIC logró cogerle por la muñeca armada y con medio giro interpuso el corpachón del orco entre él y la pistola del cuarto en discordia que disparó.
¡Blam! ¡Blam! ¡Blam!
Tres balas con hambre de elfo comieron carne de orco. El tirador recibió de regalo el cuerpo del orco escudo, que le fue lanzado.
¡Blam!
Con medio giro, el elfo se situó detrás del hombre de Jabba, colocándose fuera del alcance de su arma. Apoyándose en su vestimenta, lanzó una patada en el rostro del otro hombre de Jabba, el licántropo, que se mordió la lengua y casi se la cortó en redondo del tremendo zapatazo. El matón de Jabba que estaba de espaldas se volvió cara a él y le lanzó un puñetazo que alcanzó el aire. Telgarien se agachó a tiempo y la palma de su mano salió disparada de abajo a arriba hacia el plexo solar de su atacante con la potencia de un martillo percutor, levantando al destinatario dos palmos del suelo y dejándolo sin respiración.
Con un barrido posterior, lo derribó sin aparente esfuerzo. Malatesta sonreía complacido mientras observaba la escena un segundo antes, y un segundo después no podía creer que aquel esmirriado elfo estuviera apaleando a seis matones que le doblaban en peso. Así que sacó él mismo su arma y se dispuso a acabar personalmente con aquel microbio miserable. Y lo hubiera conseguido, de no ser porque el microbio no era tonto ni lento y ya tenía presa la muñeca de Marcelo. Con un _kote gaesi_ (Nota del aikidoka: giro lateral de muñeca chungo que, o te caes, o te la rompen) lo tiró al suelo mientras lo desarmaba y medio segundo después le dislocó el codo con una llave.
—¡Aaarg! —rugió Malatesta, rebosante de dolor.
Jabba, que no era un hombre de acción, hubiera querido desaparecer de aquel lugar, salir de allí por patas, pero hubiera sido más fácil mover el local entero y dejar a Jaba en paz en la misma latitud y longitud que había ocupado durante tantos años. Las siete mujeres que estaban encadenadas a su cama también hubieran deseado correr y escapar, pero querer y poder no siempre van de la mano, y éste era el caso.
El orco que recibió el maletinazo inicial se recuperó parcialmente y se abalanzó contra Telgarien esta vez hacha en mano. Éste giró sobre sí mismo y apenas tocando a su oponente lateralmente lo lanzó de morros contra el acuario que, como suele pasar en estas lides, se hizo añicos para desgracia de los peces tropicales que habitaban felizmente hasta ese momento. Fue entonces cuando el licántropo con media lengua colgando pareció pillar desprevenido al temerario elfo, pero el que fue pillado por sorpresa fue él, pues Esparza había logrado levantarse y subírsele a la chepa.
Antes de que el hombre lobo se lo sacudiera de encima, Esparza le metió algo en la boca y le cerró el hocico fuertemente usando los brazos, en un abrazo desesperado. Telgarien observó a la pareja: Joe amarrado cual garrapata mientras el medio lobo se debatía furioso y desesperado con algo extraño metido en su boca, sin poder sacárselo. Al final cayó al suelo, presa de unos espasmos similares a la epilepsia. Esparza se retiró, reculando desde el suelo, cansado y destrozado por las palizas recibidas esa noche, pero satisfecho por el trabajo bien hecho. El licántropo yacía en el suelo, con una espuma blanquecina saliendo de su boca.
—Te lo advertí, peluche. Conmigo no se juega.
Telgarien se acercó al licántropo, intrigado. Entre sus dientes asomaba una fina cadena. La cogió delicadamente con el índice y el pulgar, y poco a poco la sacó. Una pequeña placa plateada colgaba del otro extremo.
—Muy hábil —le dijo a Esparza—. Tu medallita de la comunión.
—Demasiados genes lupinos como para soportar la plata pura, ¿verdad, peluche? —escupió, literalmente.
Los matones se fueron incorporando poco a poco, buscando sus armas y Telgarien se puso tenso de nuevo, aunque ya no tuvo que intervenir más, pues en ese preciso momento entraron cinco agentes de policía, armas en mano y convenientemente identificados.
Cinco minutos después estaban todos esposados y de camino al cuartelillo, todos menos el muerto que había recibido tres disparos de un compañero, ese fue camino de la morgue. Tampoco las chicas, que ya tenían bastante con sus cadenas, lo que hicieron fue tomarles declaración y liberarlas. Y tampoco Jabba, pues lo esposaron testimonialmente a su cama, y el cuartelillo fue camino a él y no al revés, en plan Mahoma y la montaña (Nota del traductor: No tengo muy claro si el autor en este símil considera que la montaña representa al cuartel o, por el contrario, a Jabba, así que lo dejo a elección del lector). El peludo tuvo suerte y se salvó por los pelos del envenenamiento por plata.
Como Esparza estaba tan hecho polvo salió de allí en ambulancia, pese a su reticencia a hacerlo, pues un legionario jamás sale herido de un combate: o sale por sus propios medios y con la cabeza bien alta o sale muerto. Que lo acompañaran en la ambulancia ya era demasiado vergonzoso, pero finalmente accedió a que Telgarien fuese con él porque el semielfo le prometió novedades jugosas sobre el caso del vampiro y el cuarto cerrado.
—Pues sí —le informó—. Ya tenemos a Bigman.
Desde la camilla, Esparza se revolvió excitado y se quitó la mascarilla de oxígeno.
—¡Perfecto! ¿Hemos cerrado el caso entonces?
—Sí, eso parece.
—¿Y qué tiene que ver Malatesta en todo esto?
—Nada absolutamente. Pensaba que ya lo sabía. ¿O cómo llegó usted hasta Malatesta si no?
Al principio el capitán del CSIC no respondió. Le hubiera podido decir que fue una coincidencia, que una fulana le había robado la cartera y le había seguido hasta el Bad Romance después de que hiciera tortilla con sus huevos y puré con su cara, pero prefirió contestar con otra pregunta:
—¿Y vosotros cómo llegasteis hasta mí?
—No llegamos hasta usted, sino hasta Malatesta. El registro exahustivo a sus oficinas que usted mandó surtió efecto. Papeleo tras papeleo, Ernest Esquerra introdujo los datos en un programa suyo de dispersión geográfica y los cruzamos con el historial de incidencias acaecidas en la ciudad. Descubrimos que, aparentemente casual, existían zonas claras donde todos los locales comerciales tenían asegurados sus negocios con la Mediterranean. Hasta aquí podría parecer normal. Lo extraño es que muchos de ellos habían sufrido un percance serio antes de firmar con la Mediterranean.
Esparza estaba dándole vueltas al programa informático ése, del que no tenía ni pajolera idea de que existía. Seguro que era uno de los entretenimientos absurdos de Ernest, una de esas gilipolleces que hacía fuera de las horas de trabajo, a saber en qué sistema operativo. Ya le cantaría las cuarenta cuando lo viese.
—Define _percance serio_.
—Un incendio. Muertes en extrañas circunstancias. Destrozos del local a manos de desconocidos. Atentados terroristas en nombre de una secta extinguida...
—Vaya, qué conveniente.
—Eso pensé. Rebusqué más y más en sus archivos y encontré una especie de agenda donde ponía locales y fechas a visitar en breve.
—Un estudio de mercado y un itinerario de visitas.
—Eso es. Lo inquietante fue correlacionar las fechas y darnos cuenta de que, en los locales donde se habían producido los incidentes escabrosos, los corredores de seguros de la Mediterranean habían hecho su aparición un par de días antes.
—Primero extorsión, y luego ejecución de las amenazas.
—Eso es. El Bad Romance había sufrido una de las visitas comerciales de la Mediterranean antes de ayer. Por lo que hoy les tocaba quemar la falla.
—¡Lo sabía! ¡Sabía que Malatesta no era trigo limpio!
—¿Pero cómo llegó usted hasta aquí, entonces? Sigo asombrado.
Joe Esparza suspiró y, desde la camilla, sus ojillos de cabrito degollado se posaron en los del teniente de cabellos sedosos y plateados, como tratándole de ignorante.
—Me cansé de esperar por la lentitud de la policía para hacer los registros de las viviendas marcadas en la Operación Bigman. Así que salí en busca de Malatesta. Me he pasado toda la noche de ronda, de aquí para allá, al acecho. Mi olfato innato para los asuntos turbios me ha traído hasta aquí, hasta este tugurio de perversión y malas artes. Rondando me hallaba hasta que vi a Malatesta y sus esbirros entrar, así que les seguí y les pillé por sorpresa, con las manos en la masa. Aunque me agarraron a traición, por la espalda y consiguieron reducirme.
—Podría habernos llamado antes de entrar en acción, capitán, así no hubiera estado en inferiori... Quiero decir, que no lo habrían pillado por sorpresa.
Esparza reflexionó un momento y agregó muy indignado:
—Claro que si hubiese sabido que veníais, hubiera retrasado mi intervención, para machacarles de un solo golpe. ¿Cómo es posible que tuvierais esta información contra Malatesta, que decidierais ir a por él y que no me lo comunicarais? ¿Y lo de Bigman? ¡No me habéis llamado!
—Pero, capitán, lo intentamos. Le hemos estado llamando toda la noche, pero salía apagado o fuera de cobertura.
Esparza sacó su iPhone del bolsillo y comprobó con disgusto que lo tenía apagado. ¿Sin batería? No. Simplemente sin cobertura. Como si la inteligencia artificial del iPhone hubiese caído en la cuenta de que lo observaban, cogió cobertura de repente y como quien no quiere la cosa le aparecieron cerca de ochenta avisos de llamadas perdidas del CSIC y varios SMS. La pantalla seguía funcionando bien, aunque presentaba ahora varias grietas adicionales.
—Bueno, lo importante es que todo ha salido bien —quiso apaciguar el elfo la desesperación visible de Esparza.
—Sí, tenemos a Malatesta a buen recaudo y...
—Y a Bigman —concluyó el semielfo.
Esparza salió de su ensueño, en el que todos sus huesos y sus partes íntimas magulladas no dolían nada pensando en la venganza cumplida hacia el necio de Malatesta. Al salir de éste y tratar de incorporarse, sus partes afectadas volvieron a recordarle que estaba en una ambulancia por alguna razón.
—Sí, Bigman, ya lo había olvidado. Dime, ¿encontrasteis la impresora?
—Así es, capitán. Y Ernest ya ha escudriñado el ordenador de este personaje y ha verificado que es el autor de todos los mensajes en los foros de economía, idiomas y ganchillo. Él es Bigman, Bigpoliglotal, Mr_Big, TheBoss, LeRoi, BestoOftheBest, LordMaster y otros tantos. También hemos encontrado el documento donde escribió "Sé quién eres, Mr_Tepes", escrito en OpenOffice, ya sabe, el clon barato, gratuito y libre del Word.
—¡Ajá! ¡Un chiflado anarquista! ¿Y quién es este tipo? ¿Le conocemos?
—No lo teníamos entre los sospechosos iniciales, aunque es un viejo conocido de la Seguros Peninsular. Un tal Bertín Bermejo.
—¿Bertín Bermejo?
—Sí, según hemos investigado, intentó entrar a trabajar en la Seguros Peninsular, enviando un currículum encuadernado de más de siete kilos.
—¡Maldito bastardo! ¿Cómo se atrevió a solicitar trabajo en estos tiempos de crisis?
A Esparza le cambió el rictus de su cara, los ojos abiertos como si estuviera poseso. Se levantó de la camilla de un salto tal que se golpeó la cabeza con el techo de la ambulancia, pero no sintió dolor alguno, ignorando también sus múltiples heridas.
—¿Pero qué hace usted? —ladraron el enfermero y el conductor al unísono.
—Media vuelta. Al cuartel del CSIC. Tengo a un sospechoso que interrogar. O juro por lo más sagrado que os quedáis sin trabajo. Los dos.
Y la ambulancia giró estrepitosamente, ciento ochenta grados, dejándose los neumáticos en la maniobra. Luces y sirenas a toda caña.
Mientras tanto, en una esquina poco iluminada, una rubia explosiva ataviada con vaqueros y deportivas, sonreía complacida. Había salido todo a pedir de boca. Se quitó la peluca rubia y se quedó tan morenaza como siempre. A cara descubierta Esparza hubiera reconocido en ella a Clarisse de la Vega. La secretaria vampiresa había matado dos pájaros de un tiro. Había puesto en la cárcel al capullo de su jefe, y le había dado un buen escarmiento a Joe Esparza. Bueno, en el fondo esperaba que el bruto de Malatesta se hubiera cargado al del CSIC, y por lo visto sólo le dio tiempo a darle una buena paliza. La caballería llegó antes de lo esperado, quizás debió de haber dejado las pistas un poco menos evidentes en la Mediterranean. Esperaba que los del CSIC fueran más lerdos, pero al parecer alguno allí hacía bien su trabajo. Bueno, tampoco pasaba nada, en resumen la noche había sido satisfactoria. Con el DNI y la placa de Esparza en sus manos sonrió de nuevo. Algún día podría aprovechar la oportunidad para arruinar la reputación de Esparza y asestarle el golpe de gracia.