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el misterio de la oficina caoba

El misterio de la oficina caoba

Capítulo 09

La sorpresa de Malatesta

El señor Esparza?

La voz era grave, el hombre alto de tez morena, su cara surcada de los agujeros típicos que dejan los granos de una enfermedad mal curada como el sarampión o la varicela.

—¿De parte de? —contestó el funcionario de la entrada del edificio del CSIC.

—Marcelo Malatesta, gerente de la Mediterranean. Es importante.

El funcionario puso ojitos de "Sí, claro, siempre es importante", mientras apuntaba el nombre de la visita y la hora en una hoja de Excel y le señaló el camino.

—Despacho del fondo a la derecha.

—¿Junto los baños? —preguntó el visitante, extrañado.

—Sí, es que tiene problemas de próstata, ya me entiende.

—Ajá. Gracias.

Joe Esparza estaba sentado en su despacho con los pies encima de su mesa estratégicamente colocados en el único rincón libre de papeles, cajas de cartón, pruebas de distintos casos y latas estrujadas de Red Bull. Con su mano derecha lanzaba una pelotita de espuma con forma de balón de baloncesto contra la pared. De fondo, sonaban The Who. Era su forma de activar su perspicacia innata de investigador y ordenar todos los datos que tenía en su cerebro. En cualquier momento saltaría la chispa y resolvería el caso. Las piezas estaban ahí, sólo faltaba un detonante y todo estaría claro y cristalino. Maldito gnomo, maldijo en pensamientos mientras le vino a la cabeza una canción de Héroes del Silencio, le había aguado la fiesta con el tema de las cámaras de seguridad. Las había repasado y era todo cierto; el tipejo dormía con los ojos abiertos y no se movía ni un pelo durante horas. Desde luego que como concursante de Gran Hermano no daría demasiado juego.
Casualmente, esa misma noche echaban a alguien de la casa de Gran Hermano y según sus cavilaciones le tocaría casi seguro al tipejo que tenía todas las trazas de tener genes de troll. Era un tío simpático, pero un poco guarro, hurgándose la nariz con total impunidad y tocando el agua sólo para beber y eso con suerte, pues era persona más de calimocho. La rubia tonta, pese a haber sido nominada varias veces, se salvaría seguro; era tonta, pero estaba buena. Tenía un aire a Cristine, aunque Cristine, eso era indudable, de tonta no tenía un pelo. El feo bajito se salvaría también; era un plasta de tío, pero gastaba putadas a la peña y eso entretenía a los telespectadores. El olfato de sabueso de Esparza le decía que se iba a la calle el troll. Estaba más cantado que el "a por ellos, oé" en los campos de fútbol. Que, por cierto, vaya partido el del sábado pasado... Buf, qué guarrada. Ah, menos mal que su carpeta de fotos guarras no se había borrado de su ordenador, si no la llevaba clara el informático ese de pacotilla que se hacía llamar Ernest. Seguro que no tenía ni idea de virus, un ex linuxero como él se jactaría en la intimidad argumentando de que en Linux no entran virus y, claro, uno pierde pericia con los antivirus, los formateos y reinstalaciones de Windows... El muy mamón... Para mamada aquella que...

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De pronto, alguien llamó a la puerta, interrumpiendo la lógica de sus pensamientos.

—Espero que sea importante —invitó.

Una figura conocida entró en su despacho.

—Señor Malatesta... —saludó al tiempo que le bajaba el volumen a los Who—. Qué sorpresa verle por aquí. Precisamente estaba pensando en usted —dijo en tono amenazador.

—Buena música. Muy apropiada.

—Ya. Ahórrese los cumplidos. Vaya al grano, ya ve que estoy muy ocupado —dijo bajando los pies al suelo y extendiendo sus brazos hacia la mesa llena de papeles y trastos varios—. Además, me parece que está usted en una situación complicada.

—He venido a colaborar.

A Joe Esparza se le iluminó el rostro de repente, aunque intentó que no se le notase el farol. Se incorporó hacia adelante y juntando los dedos de ambas manos frente a su cabeza, dijo:

—¿Remordimientos? ¿Alguna confesión de asesinato quizás? A tiempo está. Aproveche el momento. Luego podría ser peor, créame.

—Imaginaba que ya habrían hallado mis huellas en la botella de Bourbon de Vlad Petrescu. Se la regalé yo.

—Por supuesto —mintió descaradamente mientras toqueteaba su teléfono móvil—. Estábamos cursando ahora mismo una orden judicial para registrar sus oficinas —dijo mientras acababa de escribir un SMS a Andrés del departamento de huellas que decía: “Procesa las huellas de la botella de Bourbon, pedazo de incompetente, y verás como yo tenía razón en lo de Malatesta.”

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—Bueno, espero que esta muestra de colaboración evite desagradables registros —dijo el gerente de la Mediterranean.

—¿Por qué? ¿Viene a confesar alguna cosa más? Porque todo esto ya lo sabíamos.

—Creo que buscaban esto.

Marcelo Malatesta rebuscó en el interior de su chaqueta y lanzó encima de la mesa una especie de bloc con tapas de cuero negro repujado con motivos gótico florales y pinceladas de rojo sangre.

—La agenda de Vladimir Petrescu —se abalanzó sobre ella el capitán Esparza—. Sabía que la tenía usted. Caballero, se le va a caer el pelo por esto.

—Oiga, señor Esparza. He venido aquí por voluntad propia y con ánimo de colaborar con la justicia. No soy el hombre más honrado del mundo, si no, no sería gerente de una empresa de seguros. Pero no he matado a nadie.

—Eso dicen todos los gerentes de aseguradoras. Esta mañana no parecía tan colaborador. Me podía haber dado la agenda en nuestra primera entrevista. ¿No le parece?

Ignorando la pregunta, Malatesta hizo la exposición que tenía preparada.

—Yo le regalé una botella de Bourbon al señor Petrescu, eso es cierto, para sus invitados, claro. Él no probaba el alcohol, ya sabe como funcionaba su metabolismo. Le regalé también una añada de O positivo.

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—¿Por qué ese regalo? ¿Qué tiene eso que ver con su posesión ilícita de la agenda de Petrescu?

—Estaba usted en lo cierto. Intenté ficharlo para mi causa. No es que la Peninsular hiciera peligrar mi negocio, pero si le hubiéramos arrebatado a Vladimir Petrescu, el golpe moral hubiera sido importante.

—Entiendo. Usted le tentó con bebercio de calidad y una buena suma de dinero, pero él no cedió. Usted se cabreó mucho. Le agredió con una palanca de ratero que había llevado con premeditación y alevosía, rompiéndole dos costillas y él cayó al suelo medio muerto. Cogió la palanca e intentó abrir sin fortuna el cajón blindado de Petrescu, buscando su preciada agenda para hacerse con su cartera de clientes. Pero después se dio cuenta de que la agenda estaba a la vista. ¿Encima del escritorio? ¿En el suelo porque se le había caído al propio Petrescu? ¿En un bolsillo de su levita? Cogió usted su agenda, abrió la ventana y lanzó al vacío al vampiro para cubrir sus fechorías. Un buen batacazo desde esta altura cruje a cualquiera, pero un vampiro cae más despacio por su naturaleza y, a pesar de morir, su cuerpo no sufre los daños que usted habría querido, dejando suficientes pruebas a la vista. Como por ejemplo, que alguien le hundió las costillas. ¿Sabe qué? Dos pisos más abajo y Vladimir hubiera sobrevivido. ¿Qué habría hecho entonces?

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—Bonita historia —admitió el de la Mediterranean—. Lo único que no encaja es que no pude salir de aquella habitación cerrada por dentro, ni tampoco explica por qué tengo una coartada perfecta: estuve en mi despacho durante toda la noche. Mi secretaria corroborará este hecho —Esparza arrugó la nariz, a sabiendas que una secretaria bien pagada encubriría a su jefe si fuera necesario, máxime si su jefe podía darle un incentivo en negro por mantener la boca cerrada, incentivo del tipo "como metas la pata te despido"—. Mire, es cierto, le tenté. Me sorprendió que me dijera que no, puesto que mi oferta superaba la de la Peninsular y sé de buena tinta que alguien metido en este negocio no renunciaría a un incremento en su salario y mucho menos alguien con genes vampíricos circulando por sus entrañas. Me dijo, sin embargo, que había un negocio mejor para ambos. Él me prestaría su agenda de contactos a cambio de sólo medio millón.

—Entiendo. A usted le cuesta más barato pagarle medio millón que contratarle. Y él tiene dos ingresos: su salario de la Peninsular y una bonificación de la Mediterranean. Actuaría de agente doble.

—Exactamente. Como usted verá, encaja perfectamente con el perfil chupóptero.

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—Perfectamente, sí. Y con el de corredor de seguros.

—Pues eso es todo: me dio su agenda para que me la fotocopiara. En pleno siglo XXI y este señor escribiendo a pluma. Con enviarme un mail me hubiera ahorrado dolores e cabeza. Iba a devolverle la agenda hoy mismo y ya ve, se frustraron mis planes al revelarse esta mañana que estaba con el cráneo en el asfalto y para postres con mis huellas en sus botellas y su agenda en mi poder. Mi teoría es que el señor Ramírez de la Peninsular descubrió la jugada y planeó una venganza doble: matar al vampiro traidor y endosarme a mí el muerto. ¿Verdad que intentó acusarme?

—Tan verdad como que los trolls no se duchan. Y créame, tengo un sobrino medio troll y da asquito verlo.

—¿Ve como todo tiene sentido?

—Sí, aparentemente lo tiene —dijo Esparza con aire pensativo—. Entonces usted no sabe nada ni de la palanca, ni del forzado del cajón blindado, ni de la afición por volar del chupasangre.

—No, ni idea.

—Ni nada sobre el señor Tepes, imagino.

—¿Vlad Tepes? Sí, es el nombre real del conde Drácula. ¿Se refiere a ese Tepes? Sí, eso es culturilla general. ¿Qué tiene que ver con todo esto?

—Nada, nada... Era para ver si estaba atento —dijo Esparza maldiciendo para sus adentros la culturilla general.

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—Bueno —concluyó Malatesta mientras se levantaba, se abrochaba la chaqueta y dejaba encima de la mesa disimuladamente un sobre abierto del que asomaba algún billete de cincuenta euros—, ya ha visto mi predisposición para con este caso y ya tiene la agenda de contactos del señor Petrescu. Espero que eso sirva para que esa orden de registro ya no sea necesaria y, si es posible, no airee nada de este asunto. La reputación de la Mediterranean está en juego y sería un gran inconveniente para mi persona que se manchase la imagen inmaculada de la empresa por una tontería como ésta.

—Claro, claro, no se preocupe —le tranquilizó Esparza tras contar por encima unos dos mil y pico euros—. Anularé el procedimiento. Puede usted marcharse tranquilo.

Malatesta le estrechó la mano, le dio las gracias por todo y salió del despacho de Esparza.

Al capitán del CSIC le faltó el aire para ir al departamento de rastros y huellas. Entró en el despacho como una exhalación.

—Andrés, procesa cagando leches las huellas de las botellas de Bourbon y de sangre O+. En el momento en que verifiques que están impresas las huellas de Malatesta pide una orden de registro para las oficinas de la Mediterranean. Tenemos que pillar a ese cabrón como sea.

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En ese momento, interrumpió Vicente Vázquez, el del departamento de Vídeo, Photoshop y Sonido. Venía acalorado, excitado, nervioso, intranquilo, alterado, inquieto y toda la suerte de sinónimos más que se os ocurran, si es que quedan.

—Tiene que ver esto, capitán —le dijo Vicente, y ambos salieron corriendo al departamento de VPS, como alma que lleva Los Mercados.

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“El misterio de la oficina caoba” y la portada del presente libro son obra de Víctor Martínez Martí y se encuentran bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported. Para ver una copia de esta licencia, visita http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/.
By Víctor Martínez Martí @endegal Starring Joe Esparza @esparzacsic Léelo directamente desde tu Kindle