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—Usted no diga ni mu, déjeme a mí —le dijo al agente Braulio, quien tenía presto bolígrafo y libreta para apuntarlo todo.
El semiorco debió pensar que tal vez su perspicacia natural y sus dotes de observación le valieran para abrirle las puertas del prestigioso CSIC. Por las series de televisión bien sabía que usaban ordenadores muy potentes con un cristal táctil por pantalla, con hologramas traslúcidos, instrumentos de última tecnología, laboratorios impresionantes que te daban todos los datos necesarios impresos a color con sólo pulsar un botón en una impresora y un largo etcétera de maravillas que conformaban la ilusión de su vida. Las diferencias entre el CSI americano y el CSIC nuestro no las expondremos aquí para ahorrarnos quinientas páginas de libro (cosa que mi sufrido futuro editor agradecerá, aunque sea en ebook), ni sacaremos de su ignorancia al bueno de Braulio al respecto de este asunto, ni tampoco hablaremos acerca de la idiosincrasia de la tele y sus verdades como puños en las series policíacas.
Esparza se dirigió enfurecido hacia el agente de seguridad que custodiaba la entrada.
—¿Está usted al corriente de que se ha producido un asesinato en el edificio? —le espetó.
—¿Se refiere al incidente con el chupasangre de La Peninsular?
Esparza se quitó lentamente las gafas de sol para mirarle directamente con sus ojos de cabritillo degollado. Una mirada que a más de uno le quitaría de golpe el estreñimiento.
—Me parece que ese incidente le puede causar problemas, agente. Debería haber acordonado la zona y cerrado el trasiego de personal. ¿O cómo cree usted que los del CSIC vamos a procesar este escenario del crimen si por su incompetencia no para la gente de contaminarlo?
—Bueno, técnicamente la muerte ha sucedido fuera del edificio, por impacto contra la calzada creo recordar, y eso no está dentro de mi jurisdicción. Además, que yo sepa ha sido un suicidio. Dicen que la puerta de su despacho estaba cerrada por dentro y cuando la abrieron no había nadie en el interior. Yo no investigo crímenes, pero a esto ustedes lo llaman técnicamente un "caso cerrado", ¿no?
Eso mismo pensaba el agente Braulio, pero no dijo ni mu puesto que la mirada amenazadora del capitán Esparza le recordó el consejo que le había dado recientemente.
—Ciertamente usted no se dedica, por suerte, a resolver crímenes. Cuando nos topamos con un metepatas como usted lo llamamos un "caso perdido". Y si sigue entorpeciendo nuestra labor lo llamamos un "caso perdido que se queda sin trabajo". No sé si me entiende.
Como por arte de magia, el chistoso guardia se convirtió de pronto en temeroso empleado. No eran los mejores tiempos para buscar empleo precisamente.
—Disculpe usted, señor —dijo eliminando ya toda señal de altivez—. Verá, no imaginé que pudiera tratarse de un asesinato y, de serlo, habría imaginado que el escenario del crimen estaría treinta y tres plantas más arriba, que es donde imaginaría que se produjo el empujón.
—¡Ajá! ¿Quién le ha dicho que la víctima fue empujada? ¿Me está ocultando algo?
—¡No, no! ¡En absoluto! Sólo imaginé que alguien pudiera haberlo empujado. Quería decir "presunto empujón". ¿Acaso lo hicieron así?
—Rece usted para que los resultados forenses no indiquen eso mismo, si no, puedo asegurarle que estará metido en un buen lío. Venga, su nombre y número de placa.
—Juan Jiménez... Placa número... No, no tengo placa, me paga una empresa de seguridad y... Oiga, de verdad que no sabía... Por favor, no me haga perder este empleo. Tengo familia numerosa y le paso a mi ex mujer una pensión de cuatro mil euros.
—Men... ¿Mensuales? —Joe tragó saliva. El agente Braulio también.
—Sí, me puso los cuernos, tuvimos una pelea, nos separamos y ya ve; como nunca ha trabajado y ahora tal y como están las cosas... Pues eso, que tengo que pagarle una pensión porque, si no, no puede salir adelante. Se ha quedado con el chalet que todavía estoy pagando y el BMV. A mí me ha dejado con mis cuatro hijos y el pastor alemán, con quienes tengo que vivir en un hotel porque no encuentro otra cosa. —Aprovechando el suspiro lastimero de tres segundos del guardia de seguridad, nota del Turist Info, esta vez sin paréntesis, que en medio de un diálogo quedan mal: sí, existen hoteles en los que permiten la entrada a los niños, y son bastante caros—. Así que si me quita mi sueldo de seis mil euros me hace un completo desgraciado.
—Emm... Ya veo —J. Esparza tragó saliva por segunda vez y pensó que muy posiblemente se había equivocado de oficio. El agente Braulio sintió mucha pena por el guardia de seguridad.
—Además... —añadió el agente de seguridad dirigiendo su nariz hacia un tipejo calvo con mostacho y barba que reposaba detrás del mostrador—. Además, le comuniqué lo de la presunta caída del presunto chupasangre al jefe de recepcionistas y me dijo que no hiciera mucho caso, que ustedes ya se estaban ocupando del caso. Que siguiera yo con mis obligaciones diarias que para eso me pagan.
—¿Me quiere usted decir que el jefe de recepcionistas le dice al guardia de seguridad cómo hacer su trabajo?
—Por supuesto. Él se encarga de que toda esta planta baja esté en perfecto orden. —Tras decir esto, bajó el volumen de la voz y dijo como si eso lo explicara todo—: Gilberto Groo. Es un gnomo.
Joe Esparza estaba un poco confuso, pues si no le salían mal las cábalas, ese jefe de recepcionistas no era más que la evolución del portero de finca de toda la vida. Sólo que la finca en cuestión se gastaba sus ochenta pisos de altura y la factura de la luz superaba el presupuesto anual del CSIC. ¿Un gnomo? Por supuesto. Tenían fama de ser buenos administradores y contables, avaros y orgullosos. No parecía el perfil de un simple recepcionista, más bien de administrador de capital y organizador de personal.
—Bien, pues ahora, que le quede claro esto: aquí se ha producido un homicidio y por tanto el CSIC toma el control del edificio. ¿Le ha quedado suficientemente claro?
—Sí, señor, cristalino.
—Bien, pues quiero las cintas de seguridad en mi despacho antes de las once —le dijo alargándole una tarjeta con su nombre, cargo, teléfono y un croquis de cómo hacerle llegar a su despacho cualquier tipo de prueba.
—No se preocupe, voy a por ellas ahora mismo.
—No tan rápido. Primero tiene que contestar unas preguntas.
—Por supuesto, claro que sí. Faltaría más.
El agente Braulio empezó a tomar notas.
—¿Notó algo raro ayer u hoy? ¿Alguien no habitual, tal vez?
—No, nada ni nadie destacable. Aquí entra y sale mucha gente. Desde ejecutivos y empleados hasta clientes, ya sabe.
—Sí, ya sé, ya sé. ¿Qué horario tiene usted?
—De seis a doce de la mañana.
—¿Seis horas al día? —Y seis mil euros, pensó primero y joooodeeeer, pensó después.
—Sí, eso es. Me estoy jugando el pellejo todos los días. ¿Y si entra alguien buscando camorra? El stress me mata. Y no tengo derecho a parar para el almuerzo. Tengo que comerme mis donuts aquí mismo. ¿Le parece a usted normal esta vida?
—No, en absoluto —respondió con sinceridad máxima. No era muy normal—. Bueno, entonces no vio ni escuchó nada raro desde las seis de la mañana. ¿Tampoco el guardia de seguridad del turno anterior le comentó nada?
—Nada de nada.
—¿Y no vio el cuerpo espachurrado en el asfalto al entrar en su turno?
—El cuerpo no da a esta fachada, sino a la otra. Mi itinerario no pasa por ahí.
—Entiendo. Por cierto, huele a fregasuelos y ligeramente a lejía. ¿Han limpiado?
El agente Braulio se extrañó, porque normalmente siempre oía preguntar: ¿No oléis a ajo? Y ahora preguntaban por lejía. A todo el mundo parecía haberle atacado una fiebre del ajo, o es que la naturaleza empezaba a segregar olor a ajo aquí y allá por culpa del cambio climático, pero lo cierto es que Braulio no notaba ese olor a ajo. En verdad nunca tuvo buen olfato, así que no podía saber si era una manía generalizada o algo digno de estudio. ¿Lejía? Pues tampoco, oiga.
—Sí, a las siete de la mañana han venido los del equipo de limpieza. Han acabado un poco antes de las ocho.
—Está bien, señor Juan Jiménez. Esto es todo por el momento. Espero las cintas de seguridad a las once.
—Allí las tendrá, se lo prometo.
Esparza fue directo al que debía ser el jefe de los recepcionistas. El agente Braulio le iba a la zaga, libreta en mano.
—¿Qué se le ofrece, caballero? —dijo el del mostacho y barba detrás del mostrador. Viéndolo ahora más de cerca, no era exactamente calvo. La parte superior del cráneo sí estaba más pulida que la barra vertical de un show erótico, pero de orejas para abajo una ensortijada pelambrera blanquecina se mezclaba con la barba y el prominente mostacho. Cejas muy pobladas y una narizota ancha corroboraban que en verdad tenía rasgos de gnomo, aunque era el gnomo más alto que había visto. Quizá sólo fuera 10% gnomo, después de todo.
—¿Gilberto Groo? —le preguntó—. Capitán Joe Esparza, del CSIC y el agente Braulio de la policía local. —Le enseñó la placa, pero el del mostacho no hizo si quiera el esfuerzo de mirarla, seguía inmerso en un libro de cuentas.
—¿Busca las oficinas de alguna entidad en particular?
—¿Sabe usted que ha habido un asesinato en este edificio?
—Oh, sí, algo he oído.
—¿Cómo que algo?
—Sí, creo que el enorme caballero que le acompaña comentó algo al respecto esta mañana. ¿En la Seguros Peninsular, puede ser?
—Sí, eso es. Verá...
—Planta 33, zona derecha —dijo expeditivo.
—Sí, ya lo sé. Pero no venía a preguntarle nada. Simplemente a verificar que usted estaba al corriente del asesinato y que no ha hecho nada para evitar que toda esta gente que está circulando por la posible vía de escape del asesino, esté arruinando las pruebas.
—¿Qué? —En ese momento levantó una ceja y miró por primera vez a Esparza.
—¿Está sordo o es que no ve series de policías? Por si le ayuda en algo: obstrucción a la justicia. A no ser que, claro está, mueva el culo ahora mismo y organice esto para que no entre ni salga nadie.
—Oiga, no podemos hacer eso. Aquí un paro de cinco minutos supone millones de pérdidas. ¿Todo eso por un chupasangre que quería volar?
—¿Sabe qué? Según mi teoría usted subió a la planta 33 esta madrugada, se cabreó con el vampiro, lo mandó a tomar el aire y luego bajó aquí como si nada. Por eso han limpiado convenientemente, para borrar sus huellas. Para postres, cuando el guardia de seguridad le informa de que un empleado de la Peninsular se ha encontrado con el suelo a velocidad terminal, usted le ordena que siga con lo suyo y se olvide del asunto. El trasiego de personal evidentemente le favorece, pues oculta mejor todavía las pistas que conducen a usted.
Braulio apuntó:
Gnomo recepcionista sospechoso.
Ha contaminado el escenario de huida.
—¡Eso es absurdo! —exclamó un alteradísimo Gilberto Groo.
—Sí, es absurdo —admitió mientras sacaba las relucientes esposas con ceremoniosa tranquilidad—, pero me permite hacerle si quiero unas cuantas preguntas directamente en el cuartel, en la sala de interrogatorios. Ya sabe, ésa que tiene paredes de espejo que se ven desde fuera para observar sus reacciones y se graba la sesión en vídeo de alta definición. Si suda es prueba inequívoca de que miente, y solemos poner alta la calefacción. Por el camino, puedo sacarle de aquí esposado mientras grito que es usted sospechoso de asesinato.
—Pero... Podrían despedirme por semejante espectáculo.
—Pues es lo que va a pasar si sigue cabreándome.
El gnomo salió del mostrador como si bajara de algún sitio. Cuando J. Esparza pudo verle los pies, observó que era el gnomo más pequeño que había visto nunca y, proporcionalmente, también el más cabezón. Le era fácil imaginárselo dentro de un tronco de árbol habilitado como vivienda lujosa, contando sus monedas de oro una y otra vez, haciendo montoncitos de cinco, diez y veinticinco piezas a la luz de una linterna de aceite.
—¿Está usted loco? ¡No puedo perder mi trabajo! —dijo el gnomo acaloradamente—. ¿Quién le dirá a la gente dónde están las oficinas que busca?
—El cartel de la entrada, o bien el terminal de ordenador con pantalla táctil del fondo.
—¿Y quién organizará los plannings de limpieza y los cuadrará con los que cuidan de las plantas? ¿Quién se ocupará de que los cuadros combinen con el color del mármol? ¿Quién avisará a los electricistas cuando se funda una bombilla de bajo consumo?
—Cualquiera que use una agenda y tenga los contactos correspondientes.
—¡Usted no lo entiende, éste es un trabajo muy complejo! ¡Sin mí este edificio se desploma!
—Señor Gilberto, eso piensa el 75% de los trabajadores de este país, hasta que los despiden y la empresa ni se inmuta. De todos modos lo comprobaremos cuando usted ya no esté en el cargo.
—Por favor... —suplicó el hombre menudo con ojos vidriosos, al más puro estilo gato con botas de Shrek 2—. Tengo un tren de vida bastante elevado —al contrario que su estatura, pensó inmediatamente Joe Esparza—. Si me quitan mis treinta y tres mil euros mensuales... buf. ¿Tiene idea de lo que consume un Lamborghini Murciélago? —(Nota del autor: no es el último modelo de Lamborghini, pero os aseguro que vale un pastón y chupa que no veas. Pues no quedan tan mal las notas con paréntesis dentro de diálogos, ¿no?)—. Y lo tengo a todo riesgo.
—Ehm... Sí, me hago una idea.
J. Esparza tragó saliva por tercera vez en la mañana y pensó por segunda vez que muy posiblemente se había equivocado de oficio. Por lo menos le quedaba el gustazo de acojonarlo con amenazas infundadas. El agente Braulio no había visto nunca un Lamborghini, pero le dio mucha lástima que aquel simpático gnomo tuviera que soportar la carga de mantener un coche tan caro. Sin embargo apuntó en su libreta:
33.000 euros => piso 33
Coche Murciélago => Vampiro
¿¿¿¿Coincidencia????
—Pues nada, haga lo que le he dicho si quiere seguir alimentando a su bicho con ruedas.
—Sí, señor. Nadie entrará ni saldrá de este hall sin su permiso.
—Así me gusta —sentenció.
Y se dirigieron a uno de los ascensores para subir a la planta 33.